lunes, 12 de abril de 2010

PLÁSTICO ROSA EN GRIS Y TIERRA

No hacía ni diez minutos que habíamos llegado a casa. Llevaba un mensaje de correo leído, de diez o así, cuando oí el golpeteo en el suelo de madera. Volví la cabeza y te vi: convulsiones; ataque epiléptico o infarto. Luego silencio.

La gente debió de pensar que estaba loca. Gritaba: “Respira, respira, Antón”, mientras corría al consultorio como no había corrido hacía muchos, muchos años.
Pero fue imposible reanimarte. Estabas muerto.
Por un momento, fue el sinvivir definitivo, la gota que rebosa el vaso. Pero el tiempo pasa y ya no digo tanto: por nada, por nadie. He sobrevivido.

Al día siguiente, ya con la noche encima, no pude evitarlo y llamé a la única persona a la que podía y quería llamar.
–Necesito que me hables, estoy fatal.
–Suenas rara, ¿dónde estás?
–En el encinar, en Casavieja, hace un frío que pela.
–Bonita, estamos en Febrero, es de noche y estás en Gredos, lo raro sería que no hiciera frío.
–Pues es una puñeta, porque la tierra está helada y se me rompe la pala. Y hay un perro que aúlla. No llevo las gafas y está muy oscuro, pero huele y suena a ovejas, y son muchas.
–En el monte, en Ávila, es normal.
–¡Joder! Pues llevo aquí dos años sacando fotos de la naturaleza abulense y tengo cerdos, cabras, burros y búhos reales, y aunque me hartado de buscarlas, ni una puta oveja.
–Bueno, eso es porque no salís a las mismas horas.
–No estás ayudando nada, ¿sabes? –pero me tengo que reír, a mi pesar.
–¿Estás enterrando a Antón? –tonito entre compasivo y piadoso del mister.
–Pareces tonto. ¿Te crees que, con el frío que hace, a oscuras, estoy en el puto encinar por gusto? –acidez rayando en la vulgaridad y el odio convierten mi voz en puro veneno. Él se lo traga.
–¿Y si lo haces por la mañana, con luz y eso?
–Desde luego, eres la leche. ¿Estás diciendo que lo lleve a casa y lo meta en la nevera? –a mi pesar, se me casca la voz.
–Vale. Tranquila. No grites. Y no llores o cuelgo. ¿Lo estás enterrando al lado de Atocha?
–Tú flipas. No sé ni por qué te llamo. ¿Te crees que voy a cavar en la misma encina y encontrarme con sus huesitos o, peor, con qué no están? –pausa y reflexión– ¡Ay! Perdona, es que estoy fatal. Es la encina de al lado. Eso vale en plan familia y eso ¿no?
–Sí, bonita. Está muy bien. Tranquila. Acaba ya y vete a casa, son más de las diez.
–Es que se me ha roto el rastrillo, a la pala le queda un suspiro y el agujero está lleno de cachitos de plástico rosa. Es indigno. A Antón le daría un mal si lo viera.
–Ali, a Antón ya le da igual. Mételo en el agujero y tápalo.
Móvil en el suelo, forcejeos, gruñidos, suspiros.
–No cabe, tío, no cabe. Es demasiado largo, joder, y eso que lo acurruqué, rosquillita, como le gustaba, tú sabes. ¿Qué hago?
–Ensancha el agujero.
–No veo nada, y no tengo pala, ni rastrillo, ni nada. Eran rosa, de la playa, de las niñas. Lo he traído en el bus, en la mochila envuelto y no he pensado mucho, creo.
–Busca un palo o una piedra.
–No veo, está muy oscuro y tengo los dedos helados ya, me duelen.
–Pues mételo de pie. Seguro que has cavado hondo, te conozco.
–¿Cómo lo voy a meter de pie? Es indigno, ¿de pie y con trocitos de plástico rosa? Era mi príncipe azul y tú lo sabes. ¿Y si viene el perro y lo huele y lo saca?
–Ali… El perro pasa, está con las ovejas. Y Antón no era azul, ni ruso, ni príncipe. Lo encontraste en la calle y era una miasma gris con pinta de gremlin de los malos. Catorce años dan para mucho cariño y eso, pero él sabe cuánto lo quieres y te perdonará que…
–¡He encontrado una piedra!
–Vale, ensancha el agujero un poco, sólo por un lado, el más blandito.
Minutos, muchos, después. Un rato largo, vaya.
–¡Cabe! ¡Ahora ya cabe sin doblarlo y planito!
–Perfecto, princesa. Lo has hecho muy bien.
–Joder tío, me he reído enterrando a mi gato. Es lamentable. Y se me acaba la batería del móvil y tengo que bajar del encinar, por toda la cuesta y volver al pueblo. Voy a tener que colgar o no tengo luz y me voy a caer. Gracias. Sin ti, hoy no habría podido. Me dolía todo. Muchas gracias.
–Vale. Cuelga ya. No te caigas, nena, no te puedes romper más. Ten cuidado. Plástico rosa en pelo gris, sin batería y con ovejas: Antón no habría esperado un entierro menos surrealista que este. Seguro que sonríe en su edén felino. Emborráchate, y mucho, si hay algún bar abierto aún. Mañana te llamo, si me acuerdo. Si no, llámame tú, si crujes por dentro aún.

Y llegué a casa sin romperme nada y creo que tal vez me emborrachara, pero eso no lo recuerdo bien. Con el tiempo, admití que mi ex tenía razón. El entierro de mi gato fue digno en cuanto a nuestro: kafkiano y pleno de lágrimas y risas. Una ironía que captó, en principio, y supo diluir quien vivió años con ambos. La soledad ya solo ha sido mía.
Alicia Briz Booth

VISITANDO LA EXPOSICIÓN

Sobre "El juicio de Paris" de Ouka Leele

No pudo resistirse ante su belleza. Su ser se lanzó en tropel hacia la escena con la firme intención de participar en el juicio. Pero, a diferencia de las diosas, ella no llevaba nada, ni pavo real, ni armas, ni Cupido.
Las diosas se manifestaron radiantes de luz, poderosas ante la intrusa. Ella se detuvo todavía impulsada por el deseo, retenida por los largos cabellos, joya de su hermosura. Quedo quieta, conteniendo el aliento, dispuesta a suscribir cualquier condición que le permitiese acceder al extremo del cuadro. Necesitaba llegar allí si quería que Paris pudiera verla.
—¿Qué es lo que retiene mis cabellos? — pensó.
El corazón bailaba entre la ambición de formar un cuarteto y la angustia de no poder desprenderse de aquello que la mantenía sujeta. Esas manos la amarraban al pasado, esclavizando de esta forma el presente.
—Si cortase mis cabellos con una de las armas escondidas de Atenea, tal vez podría introducirme en la escena —pensó.
Pero estaba demasiado lejos. El pavo real de Juno no podía contribuir a los propósitos de deshacerse de la prisión de la melena. Y Cupido se hallaba, como siempre, ocupado en otros menesteres.
No sabía cómo hacerlo, pero Helena no estaba dispuesta a dejar que nadie le arrebatase a Paris.
Ella se sabía bella. Su belleza no se mecía en la voluptuosidad, sino en los perfiles alargados de su blanco cuerpo. Una belleza blanca, impúdica, que se manifestaba desde sus largos cabellos hasta el final de sus pies.
Tenía la confianza de poder competir con cualquiera de ellas, incluida Venus, que parecía la elegida.
—No permitiré que tus brazos cobijen el cuerpo de mi amado. Que tus manos repartan caricias sobre su piel, que tu boca busque la suya en los juegos de amantes.
Sin embargo, Helena empieza a cansarse de ese movimiento estático. La angustia comienza a apoderarse de ella y el miedo también.
—Tengo que llegar a tiempo.
Intenta contorsionar su cuerpo en un ardid por raptar la mirada de él. Sus brazos se levantan con gran esfuerzo hacia los pies de Atenea.
En el cuarto intento lo consigue. Obtiene un puñal. Con entera decisión da un giro hacia la izquierda, coge los cabellos como lo haría con un manojo de verduras, y los corta sin piedad. La melena se convierte una alfombra que tiñe de blanco el suelo.
Esta liberación le permite saltar hacia el extremo del cuadro, justo al lado de la desarmada diosa. Todavía conserva el puñal en una de sus manos, pero sus cabellos ya no la retienen. Con dos elásticos pasos se coloca frente de su amado Paris.
Sin embargo, Paris no parece percatarse de la imagen de Helena, de hecho, a penas le dedica el hurto de una mirada.
—¿Por qué no posas tus ojos en mí, amor? —Interroga sorprendida Helena.
Tal vez sea Mercurio, quien impide que reconozca su imagen. Aunque Mercurio no es más que un mensajero. Es Venus la diosa que captura su alma, la que sostiene en el tiempo los dulces frutos del amor.
Helena logra formar parte de la escena, ocupando un lugar cada vez más cercano a Paris. Por fin, éste desvía sus ojos hacia ella.
Descubre a una mujer de una tremenda belleza blanca, con los cabellos cortos y un puñal en una de sus manos.
La mira fijamente, como hipnotizado por el blanco resplandor.
—Te conoceré. Es el futuro. Pero si matas a Venus, no podrás ser mía.
Helena reacciona. Empieza a intuir que se ha confundido. Comprende que Venus es dueña del amor. Y que si intenta dañarla, no le concederá el privilegio de ser la amante de Paris.
Permanece aturdida, unos segundos. Esos segundos que la llevan a pensar en las muertes efímeras de Troya. En lo sencillo que sería todo, si ella renunciara a la pasión por Paris. Podría enfrentarse a Venus, luchar y morir. O quizás, podría matar a Paris. Una muerte u otra, cambiaría ese supuesto futuro. Sería como robar a las diosas el juguete que tanto las hace disfrutar.
Algo helado se volcó dentro de Helena. Su cuerpo amasaba la escarcha de la desdicha.
Camina despacio, se coloca al filo de la escena y, con un movimiento leve, devuelve el puñal a la diosa Atenea.
Su cuerpo, se torna casi transparente cuando se tumba justo en el extremo de la melena. No se mueve, quieta, ingrávida, estática. Sus largos cabellos cortados comienzan a extenderse y terminan por unirse a los de su cabeza.
De nuevo Helena, bailarina del tiempo seduce los espacios, captura las miradas y araña el devenir, intentando desprenderse del pasado.

Ana María Orta
**********
Hoy he madrugado mucho. Desde que se fue, duermo poco y bebo bastante. Ya estoy algo borracho a estas horas de la mañana, aunque no demasiado. A veces esto ayuda a ser un poco más sincero con uno mismo.
Quiero ver salir el sol este día de primavera que se adivina luminoso y tibio. Cuando me siento en mi sillón, veo el cuerpo muerto de la mariposa, destrozada, espachurrada, desmembrada. Parece que el primer rayo de luz escoge el cadáver para entrar en la sala. Los brillantes colores de aquellas alas sutiles se han apagado y han devenido en unas manchas oscuras y transparentes que señalan su inexistencia en el suelo.
Cuando quedé solo me hundí en la negrura de la soledad. Ser escritor te permite manejar la verdad y la mentira a tu conveniencia, pero no puedes cambiar lo que te corroe por dentro. Recurrí a los servicios de una mujer, Juana, que mantiene limpia mi casa y me prepara algo de comida, no demasiado sofisticada, sólo de supervivencia.
Es una mujer ordenada y callada. ¡Me encanta el silencio si me siento acompañado! Sabe que no puedo soportar la estridencia de la radio, ni el murmullo del televisor, ni que turbe mi concentración cualquier bicho que se pasee por mi cuarto de trabajo. En mi casa no hay perros, ni gatos, ni jaulas con pájaros. Juana, en eso, también fue un acierto. Pero llegar al extremo de acabar con una mariposa, nunca la hubiese creído capaz.
Mis ojos van, hipnotizados, de la botella a los despojos del insecto. Aquellos cuatro trocitos de... ¿de qué?... porque no sé si puedo escribir “carne”; las mariposas, supongo, no tienen carne... Tendré que buscarlo después en el diccionario. Pero aquellas minúsculas manchas, esparcidas como piezas de un rompecabezas, sólo me hacen pensar en ese todo que llamamos mariposa y que hace apenas unas horas revoloteaba por mi casa, por el jardín, cumpliendo con su pequeña parte de la vida que era, simplemente, vivir.
Creo que estoy demasiado borracho. Me estoy poniendo metafísico. Pero ni así puedo entender que alguien haya podido matar un ser tan insignificante y delicado. ¿Qué daño puede hacer? Hay gente que merece más la muerte que esa mariposa.
No puedo seguir así. Tengo que hacer algo. Voy a coger un cuchillo de la cocina y cuando venga Juana... ¡qué más da! ¡Mejor tomarme otra copa!
José Climent

ERA UN FRÍO AMENAZADOR

Ni el grueso chaquetón, le hacía frente. Los dientes le castañeaban, los carámbanos caían como gélidas espinas. No le importó. Trepó por el resbaladizo tejado, con las herramientas en una mano, cuidando de no caer. Llegó a la meta. La maldita parrilla metálica, estaba retorcida y medio caída. Se aferró a un saliente con una mano, el viento era ensordecedor. Enderezó la antena lo mejor que pudo, la afianzó con un grueso cable ¡Ahora sí que estaba segura! Una nieve fina y copiosa, lo acompañó en la bajada, lo hizo con sumo cuidado. Después de luchar contra viento, frio y nieve, cerró la puerta de la casa tras de sí.
Se puso ropa seca, encendió la chimenea y con una cerveza en una mano y un cúter en la otra, se dispuso a cortar la enorme caja de cartón, entre sorbo y sorbo de cruz campo.
¡Por fin, su tesoro! Colocó el plasma de 50 pulgadas y lo enchufó a la red y a la antena ¡Abra cadabra! Funcionaba a las mil maravillas. Había merecido la pena luchar contra los elementos. ¡ahora vería divinamente el “Recre—Valencia”
Mary Carmen Silvera

DESDE MI BALCÓN

Me gusta mirar a través de los cristales del balcón mientras llueve. A menudo, observo la calle, los transeúntes caminando de prisa, los automóviles brillantes por el agua y la gente, recogiendo sin respiro la ropa tendida.
Miro el edificio de enfrente, entre la lluvia distingo una pareja de mediana edad.
Ella, sentada en un sillón aparentemente cómodo, sostiene entre sus manos un cuaderno algo grueso de tapas negras. Él deambula a su alrededor e intenta averiguar qué es lo que está leyendo. Parece algo inquieto, un poco enfadado ante la insistencia de la mujer por ocultarle la lectura.
De pronto, ella se levanta y cerrando el cuaderno se lo entrega a él. Al momento, el hombre ocupa su lugar en el sillón.
Mientras, la mujer prepara una infusión en la barra de la cocina situada a su espalda. A hurtadillas, saca una pastilla de un bote y la introduce en el líquido removiéndola con la cuchara.
Le acerca la taza. Él la observa con detenimiento. Parece preguntar si está todo. Ella asiente. El hombre sonríe levemente, la mujer también. Ella se acerca al balcón y corre la cortina.

- ¿Lo querrá envenenar?

Pasa algo más de media hora. Se abre la cortina. El hombre en calzoncillos, la mujer en sujetador. Los dos sentados en el mismo sillón sostienen el cuaderno abierto de tapas negras mientras sonríen.

- ¡Ya está! No es veneno. ¡Es la viagra! La infusión una pócima para ensalzar los caprichos del cuerpo y del amor. Y el dichoso cuaderno, el Kamasutra.
Ana María Orta

INTERPRETACIÓN DE UNA PINTURA DE SUSANA SOLANO

La obra de Susana Solano, es capaz de transmitir sus propios sentimientos con mucha claridad y gran transparencia. Combina dos tonos de blanco roto, uno en el fondo y otro en el paspartú, produciendo una armonía sencilla pero con un toque de atención. El verde intenso, por su posición resalta y el verde pastel por un lado pasa más desapercibido, pero por otro, contrasta con el negro fuerte, dándole una pincelada de seriedad.
Hay un color indefinido, podría pasar por rosado, es muy curioso, le aporta cierta melancolía pero cargada de relajación.
Su conjunto lo atraviesa una línea quebrada marrón, que le da sobriedad y equilibrio.
La pintura de Susana Solano la considero un reflejo de la sociedad actual, aunque los estilos van cambiando, todo tiene su lógica.
Julia Vidal Martínez

LA MIRILLA

Siempre he tenido curiosidad por saber que pasa detrás de las puertas de las casas. Poder asomarme por la mirilla y ver como viven los demás.

Las casas dicen mucho de las personas que las habitan. Nos dicen por su aspecto si son perezosos, exigentes, trabajadores, pulcros, si leen, si les gusta cocinar, si son amantes de los animales, de las plantas y muchas cosas más.

Pero sobretodo yo me fijo si son personas que les gusta recibir visitas, -siempre entra y sale gente de la casa- o si por el contrario su casa es su santuario. Yo me identifico más con las segundas. Me gusta llegar a casa y desconectar de todo. Y aún así no lo consigo.

Hoy me he fijado en un cuadro de la exposición de la Casa de la Marquesa, “Diez mujeres artistas en el Prado” no recuerdo bien su nombre pero creo que menciona a Santa Bárbara. Sin embargo yo le hubiera titulado “Al otro lado de la mirilla”. En él se ven dos mujeres sentadas, parece que no tienen mucho que decirse, están una frente a la otra, una está cosiendo y la otra con un libro en las manos. No hablan, pero parecen cómplices, se respira tranquilidad.

Al fondo hay una ventana y se adivina un paisaje verde al otro lado. Entra luz, todo está en orden , ¿se puede pedir más?
Margarita Pérez

AMOR Y MUERTE

“Alguien especial me está mirando, lo sé. No me atrevo a girar la cabeza, pero sé que me mira.”

En el gran salón, iluminado por docenas de candelabros, hay un gran bullicio. Chanzas, characotas y comentarios soeces se escuchan por doquier. Ella sabe que acabará en manos de quien puje más alto. Tiembla.

Parece indiferente, altiva. No puedo evitar preguntarme qué pensamientos rondarán la frente alta y despejada. Modestamente vestida, yergue el cuello frágil y desnudo. Ni esmeraldas, ni rubíes, ni perlas adornan su belleza. Solo ofrece una esbelta columna de marfil, en venta al mejor postor.

Una cortesana carente de gracia, su ama tal vez, le susurra algo al oído. Ella endereza la espalda. El orgullo que otorga la nobleza la salvará de una degradación mayor, y en su orgullo se refugia. Muerte o amor. Amor y muerte. Ya son la misma cosa: su cuello desnudo.
Pestañea y, por fin, sus párpados muestran unos ojos brillantes de lágrimas contenidas que no derramará. No sabe que dan a su mirada la luz del cielo. Las pujas subirán.

Unos golpes secos, metal contra madera, invocan al silencio. Silencio sepulcral.
–Este honor conlleva un precio, como bien sabéis –anuncia un miembro de la casa real–. Tanto la corte como el pueblo llano asistirán al acto, si es su voluntad. Vuestra maestría, o falta de ella, correrá de boca en boca. Quien asuma el reto será alabado o denostado. Premiado o condenado al olvido, o incluso a muerte. La sangre azul requiere un riesgo. El rey escucha. No os demoréis, hablad.
Se desata un runrún de comentarios y murmullos: un soniquete infernal e insoportable. Hombres encapuchados, grises, soeces, malhablados, empiezan a ofertar.
La miro y sé que no puedo permitirlo. Desenvaino la espada y hablo.
–Yo señor, os rindo mi espada. Vuestra es durante un año.
Mi oferta es recibida con cuchicheos, incredulidad y asombro. Ella me mira y, por fin, sonríe.

–Sois caballero y noble, recién llegado y de paso. ¿Daréis un año de vuestra vida a cambio de nada? –increpa el segundo del rey, calvo y barrigón, pero de noble porte–. Pensad en los feudos y glorias que podríais obtener en ese tiempo, batallando por el reino.
–Seré vuestro verdugo, un año –contesto, mirando al rey–. El cuello de quien tuvo el honor de ser vuestra esposa ha de truncarse por el tajo limpio de una espada noble, no por el hacha roñosa de un verdugo a sueldo.
El rey palidece. Sabe que no soy el culpable de la afrenta que castiga y también que no puede rechazar mi oferta. Los labios de ella titilan, tiemblan, sé que musita una plegaria de agradecimiento, sin acabar de creer en su buena fortuna.

******

Ojos negros como el carbón me abrasan. Me desnudan y me devuelven la inocencia. Inclina la cabeza, pero mira al rey con asco disimulado y entiende mi vergüenza. Entiende que fui adúltera por desamor y repugnancia; pequé para no morir. Lo sabe.
Busco a mi amante entre el séquito del rey. Por fin me atrevo. Él rehuye mi mirada y agacha la cabeza. Ese gesto lo delata, el rey y todos sus espías buscaban confirmación y ya la tienen: cobarde, se estremece. Ya sabe que caerá, y por la misma mano.

Él, ese caballero desconocido de ojos negros, será quien me corte la cabeza. Y por fin sé que solo él merecía mi amor. Solo él. Antes de rendir mi cuello a su espada lo miraré y le haré saber que su sacrificio no es en vano. Moriré sabiendo que existe el amor verdadero.

Se sella el pacto.

********
Los carceleros la rodean y la conducen fuera de la sala. Su presencia ya no es necesaria. No si cuello. Ya no hay nada que vender. Lo he comprado. Dejo mi espada a los pies del rey y pido permiso para retirame.
Ya fuera, en el patio de caballos, vomito. Odio matar.
“Amor y muerte”, pienso. Vuelvo a vomitar. Oigo las risas de los palafreneros.
“Amor y muerte”, pienso.
Alicia Briz Booth

LA ESCULTURA

Basada en la obra de Cristina García Rodero “La Perla” de la exposición "Doce Mujeres en el Museo del Prado"

Absorto mirando allá donde se confunden los dos colores azules, el del cielo y el del mar, mi meditación persigue configurar las tres imágenes, que aparecen en mi mente por separado. Últimamente afloran en mi imaginación muchas veces, siempre algo borrosas, sin esa claridad que es necesaria para poder discernir lo que estás viendo. Desearía mejorar esa visión, pero no puedo, solamente la percibo parcialmente. No consigo la composición que podría ser la ideal. Me satisfaría lograr comprender el significado, estoy convencido de que debe tener alguno. Insisto, pero a pesar de mis intentos no lo consigo. Unas veces observo a una madre con su hijo en el regazo. Otras, la visión se corresponde a otra mujer con cara de satisfacción. La última figura que surge es el perfil de una joven en penumbra.
El orden en que aparecen las distintas escenas es aleatorio, nunca es el mismo, nunca aparecen juntas. La pretensión de descifrar esas visiones se está convirtiendo en una obsesión. No consigo que ese objetivo, por mucha energía que desarrolle, se convierta en realidad.
Ha pasado algún tiempo desde la primera vez en que aparecieron. Durante un tiempo han estado ausentes de mis sueños, ya casi las tenía olvidadas. Sin embargo, estos últimos días han vuelto a surgir. Esta vez los espejismos aparecen por parejas. Unas veces surge el perfil de la joven delante de la madre con su hijo sobre las rodillas. Otra de las escenas es la mujer satisfecha que observa la escena de la madre con su hijo. La tercera está al fondo la mujer que observa pasar a la muchacha.
El suave mecer de las olas ayuda al ensimismamiento en el que me encuentro. El tiempo transcurre lentamente hacia el final de la jornada. El color azul tiende a desaparecer. La brillantez que despedía el sol se está convirtiendo en algo que no acierto a describir. En el horizonte se realza una perspectiva que ayuda a que la contemplación se distinga mejor. En un momento dado, se muestra en mi mente la escena completa. Puedo distinguir a la mujer con cara de satisfacción que se fija en la escena de la madre con su hijo en brazos. Las veo con claridad a las tres, pero, noto algo que no llego a diferenciar. Mi atención se detiene en la madre con su hijo, esa escena me es muy familiar. Perfectamente aprecio ahora que no es una persona, es una escultura. Claro, es la famosa escultura de Rafael. La madre contempla a la joven que parece pasar por delante de ella sin mirar. Converjo toda mi atención en lo que estoy viendo y extrañado observo que las figuras van cambiando por momentos. La mujer gira su vista hacia la joven, la madre también la acecha al mismo tiempo. Aparecen las tres imágenes ahora formando un cuadro perfecto, y que, a cada momento se puede apreciar con más nitidez.
Realmente algo está cambiando ¿Qué pasa? Me pregunto. El perfil de la muchacha se está diluyendo poco a poco, hasta que desaparece por completo. A medida que esto ocurre el semblante de la madre también se va transformando. Sus facciones dejan de encarnar a las de la famosa escultura, pasan a ser las de una persona con vida propia, a cada momento se asemejan más a las de la muchacha. El niño sobre las rodillas de ella, ya no es de mármol, se convierte en un nacido de pocas semanas.
La mujer con su cara de satisfacción, que no puede disimular, demuestra su alegría, su felicidad. No pestañea, tiene fija la mirada en la escena de la madre con su hijo en el regajo. Descubre feliz la maternidad aquí simbolizada. Su hija ha logrado conseguir la aspiración de su vida. El anhelo tantas veces soñado y deseado. Ser madre.

Alfonso Garrigós Palmer

EL MEDALLÓN

No sabía las desgracias que iba a traer a este mundo el día que abrió el féretro de Fra Angélico.
Piero “il Bambino”, era un vulgar ratero con aspiraciones a ladrón de guante blanco. Su primer gran robo iba a ser el medallón de la expulsión de Adán y Eva del paraíso que, supuestamente, llevaba el fraile en el cuello el día que lo enterraron. Al abrir la tumba y retirar la tapa del ataúd, vio la osamenta convertida en ceniza del religioso. Entre todo ese polvo grisáceo se podía contemplar una cadena de oro que sujetaba “il medaglione”, cogió la medalla, dejó el panteón como estaba y salió corriendo del convento de los Dominicos.
Cruzó un campo de vid pero al otro lado le esperaba la policía, éste al verlos arrojó el colgante. Fue abatido a tiros por los agentes, que buscaron, sin éxito, lo había robado.
Un pastor estaba con su rebaño pastando por la zona, mientras se daba placer con una de las ovejas, descubrió algo brillante. Dejó al animal, que salió por piernas del lugar, y recogió entre las malezas la joya y se la colgó del cuello.
Iba luciendo collar, cuando uno de los ovinos decidió tomarse la justicia por su mano tirando, de un cabezazo, al ganadero por el barranco, causándole una muerte inminente.
Tras la caída, el medallón salió despedido hacia el río. Su corriente lo llevó a la desembocadura donde un mendigo acababa de matar a su compañero por una lata de albóndigas caducada, al agacharse vio la joya y se la guardó en su vieja gabardina, más tarde se dirigió a la ciudad donde fue atropellado por un turismo que circulaba a gran velocidad. El acalorado conductor paró y ante lo ocurrido, decidió abandonar el lugar, no sin antes arrebatarle de sus manos, sin vida, el collar de oro.
Al llegar a su casa, le esperaba una de sus amantes con un niño en brazos, recién nacido, ella le pidió que se quedara con el pequeño, pero éste lo rechazó. La joven cogió un cuchillo y asestó dieciséis puñaladas al supuesto padre, más tarde abandonó el bebé en un convento.
Uno de los frailes escuchó el llanto de una criatura y al abrir la puerta vio al bebé, de él colgaba un presente. Descubrió, girando para verificarlo, que era el auténtico medallón de Fra Angélico, robado hacia unos días. En su reverso rezaba: Sólo el que sea puro de corazón, será digno de llevar el medallón.
Iván F. Chova