lunes, 12 de abril de 2010

VISITANDO LA EXPOSICIÓN

Sobre "El juicio de Paris" de Ouka Leele

No pudo resistirse ante su belleza. Su ser se lanzó en tropel hacia la escena con la firme intención de participar en el juicio. Pero, a diferencia de las diosas, ella no llevaba nada, ni pavo real, ni armas, ni Cupido.
Las diosas se manifestaron radiantes de luz, poderosas ante la intrusa. Ella se detuvo todavía impulsada por el deseo, retenida por los largos cabellos, joya de su hermosura. Quedo quieta, conteniendo el aliento, dispuesta a suscribir cualquier condición que le permitiese acceder al extremo del cuadro. Necesitaba llegar allí si quería que Paris pudiera verla.
—¿Qué es lo que retiene mis cabellos? — pensó.
El corazón bailaba entre la ambición de formar un cuarteto y la angustia de no poder desprenderse de aquello que la mantenía sujeta. Esas manos la amarraban al pasado, esclavizando de esta forma el presente.
—Si cortase mis cabellos con una de las armas escondidas de Atenea, tal vez podría introducirme en la escena —pensó.
Pero estaba demasiado lejos. El pavo real de Juno no podía contribuir a los propósitos de deshacerse de la prisión de la melena. Y Cupido se hallaba, como siempre, ocupado en otros menesteres.
No sabía cómo hacerlo, pero Helena no estaba dispuesta a dejar que nadie le arrebatase a Paris.
Ella se sabía bella. Su belleza no se mecía en la voluptuosidad, sino en los perfiles alargados de su blanco cuerpo. Una belleza blanca, impúdica, que se manifestaba desde sus largos cabellos hasta el final de sus pies.
Tenía la confianza de poder competir con cualquiera de ellas, incluida Venus, que parecía la elegida.
—No permitiré que tus brazos cobijen el cuerpo de mi amado. Que tus manos repartan caricias sobre su piel, que tu boca busque la suya en los juegos de amantes.
Sin embargo, Helena empieza a cansarse de ese movimiento estático. La angustia comienza a apoderarse de ella y el miedo también.
—Tengo que llegar a tiempo.
Intenta contorsionar su cuerpo en un ardid por raptar la mirada de él. Sus brazos se levantan con gran esfuerzo hacia los pies de Atenea.
En el cuarto intento lo consigue. Obtiene un puñal. Con entera decisión da un giro hacia la izquierda, coge los cabellos como lo haría con un manojo de verduras, y los corta sin piedad. La melena se convierte una alfombra que tiñe de blanco el suelo.
Esta liberación le permite saltar hacia el extremo del cuadro, justo al lado de la desarmada diosa. Todavía conserva el puñal en una de sus manos, pero sus cabellos ya no la retienen. Con dos elásticos pasos se coloca frente de su amado Paris.
Sin embargo, Paris no parece percatarse de la imagen de Helena, de hecho, a penas le dedica el hurto de una mirada.
—¿Por qué no posas tus ojos en mí, amor? —Interroga sorprendida Helena.
Tal vez sea Mercurio, quien impide que reconozca su imagen. Aunque Mercurio no es más que un mensajero. Es Venus la diosa que captura su alma, la que sostiene en el tiempo los dulces frutos del amor.
Helena logra formar parte de la escena, ocupando un lugar cada vez más cercano a Paris. Por fin, éste desvía sus ojos hacia ella.
Descubre a una mujer de una tremenda belleza blanca, con los cabellos cortos y un puñal en una de sus manos.
La mira fijamente, como hipnotizado por el blanco resplandor.
—Te conoceré. Es el futuro. Pero si matas a Venus, no podrás ser mía.
Helena reacciona. Empieza a intuir que se ha confundido. Comprende que Venus es dueña del amor. Y que si intenta dañarla, no le concederá el privilegio de ser la amante de Paris.
Permanece aturdida, unos segundos. Esos segundos que la llevan a pensar en las muertes efímeras de Troya. En lo sencillo que sería todo, si ella renunciara a la pasión por Paris. Podría enfrentarse a Venus, luchar y morir. O quizás, podría matar a Paris. Una muerte u otra, cambiaría ese supuesto futuro. Sería como robar a las diosas el juguete que tanto las hace disfrutar.
Algo helado se volcó dentro de Helena. Su cuerpo amasaba la escarcha de la desdicha.
Camina despacio, se coloca al filo de la escena y, con un movimiento leve, devuelve el puñal a la diosa Atenea.
Su cuerpo, se torna casi transparente cuando se tumba justo en el extremo de la melena. No se mueve, quieta, ingrávida, estática. Sus largos cabellos cortados comienzan a extenderse y terminan por unirse a los de su cabeza.
De nuevo Helena, bailarina del tiempo seduce los espacios, captura las miradas y araña el devenir, intentando desprenderse del pasado.

Ana María Orta
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Hoy he madrugado mucho. Desde que se fue, duermo poco y bebo bastante. Ya estoy algo borracho a estas horas de la mañana, aunque no demasiado. A veces esto ayuda a ser un poco más sincero con uno mismo.
Quiero ver salir el sol este día de primavera que se adivina luminoso y tibio. Cuando me siento en mi sillón, veo el cuerpo muerto de la mariposa, destrozada, espachurrada, desmembrada. Parece que el primer rayo de luz escoge el cadáver para entrar en la sala. Los brillantes colores de aquellas alas sutiles se han apagado y han devenido en unas manchas oscuras y transparentes que señalan su inexistencia en el suelo.
Cuando quedé solo me hundí en la negrura de la soledad. Ser escritor te permite manejar la verdad y la mentira a tu conveniencia, pero no puedes cambiar lo que te corroe por dentro. Recurrí a los servicios de una mujer, Juana, que mantiene limpia mi casa y me prepara algo de comida, no demasiado sofisticada, sólo de supervivencia.
Es una mujer ordenada y callada. ¡Me encanta el silencio si me siento acompañado! Sabe que no puedo soportar la estridencia de la radio, ni el murmullo del televisor, ni que turbe mi concentración cualquier bicho que se pasee por mi cuarto de trabajo. En mi casa no hay perros, ni gatos, ni jaulas con pájaros. Juana, en eso, también fue un acierto. Pero llegar al extremo de acabar con una mariposa, nunca la hubiese creído capaz.
Mis ojos van, hipnotizados, de la botella a los despojos del insecto. Aquellos cuatro trocitos de... ¿de qué?... porque no sé si puedo escribir “carne”; las mariposas, supongo, no tienen carne... Tendré que buscarlo después en el diccionario. Pero aquellas minúsculas manchas, esparcidas como piezas de un rompecabezas, sólo me hacen pensar en ese todo que llamamos mariposa y que hace apenas unas horas revoloteaba por mi casa, por el jardín, cumpliendo con su pequeña parte de la vida que era, simplemente, vivir.
Creo que estoy demasiado borracho. Me estoy poniendo metafísico. Pero ni así puedo entender que alguien haya podido matar un ser tan insignificante y delicado. ¿Qué daño puede hacer? Hay gente que merece más la muerte que esa mariposa.
No puedo seguir así. Tengo que hacer algo. Voy a coger un cuchillo de la cocina y cuando venga Juana... ¡qué más da! ¡Mejor tomarme otra copa!
José Climent

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