martes, 9 de febrero de 2010

EL ASESINO DE LONDRES

Un asesino serial sembraba el terror en Londres. Los esfuerzos de las autoridades por detenerlo eran inútiles. Hasta el celebre detective de la calle Baker había claudicado en su empeño y se había entregado con frustración a la morfina y al violín.
Sin saber que hacer, el jefe de policía Lestrade, desesperado, acudió a los servicios secretos del gobierno. Lo pusieron en contacto con la policía rusa. Viajó hasta San Petersburgo para entrevistarse con el juez Petrovich. Este le propuso una alternativa inaudita: solicitar el auxilio de un convicto condenado por doble asesinato, un genio criminal, a fin de que lo orientase en la captura del Carnicero de Londres.
A cambio del éxito de la empresa le otorgarían la libertad. Lestrade aceptó sin pensarlo…

(Fragmento del relato “Castigo” de Jesús Ademir Morales Rojas)

CONTINUACIONES
I

Todos los crímenes tenían algo en común. Eran mujeres entre treinta y cuarenta años, su nombre empezaba por “B” y aparecían degolladas, con su propio dedo meñique metido en la boca.
El convicto, acusado de haber degollado a su esposa y a su suegra negaba rotundamente haber cometido el doble crimen que se le imputaba y juraba que antes de encontrarse con los cadáveres, vio a un hombre saltar por la ventana.
Antes de los hechos, regentaba una tienda de antigüedades y poseía una colección de dagas muy valiosas heredada de su abuelo. En realidad, debió heredarla su hermano mayor, pero éste había desaparecido, después de encontrarse degollada a la secretaria de su padre, con su dedo meñique apretado entre sus dientes, en señal de la lucha sostenida. Se rumoreaba que se había suicidado o que había emigrado a otro país. Iván Lomaski después de pactar con Lestrade, cogió el primer tren a Londres. Haciendo las pesquisas que creyó oportunas. Pateó toda la ciudad a pie y en coche de caballos, pero todo era en vano, no encontraba lo que iba buscando.
Pasaban los meses y tenía que rendirle cuentas a Lestrade que lo apremiaba impaciente. Iván estaba a punto de tirar la toalla jugándose en ello su libertad.
Una tarde, desesperado y aturdido por la niebla, entró en una taberna, pidió una cerveza doble, necesitaba olvidar. El ambiente estaba tan denso de humos y olores que se podía cortar.Entre el efecto de la cerveza y el murmullo, empezó a entrarle unas terribles nauseas. Decidió abandonar el lugar y se dirigió a la barra a pagar al tabernero, al otro extremo, sosteniendo en una mano una gran jarra y acompañado de dos pelantruscas, un hombre, pequeño, encorvado, con una desgreñada pelambrera, charlaba animadamente. Se fijó detenidamente en su meñique mutilado, no cabía ninguna duda, era Nicolau. Sus miradas se cruzaron y caminaron mutuamente hasta fundirse en un abrazo. Se sentaron a charlar y ponerse al día. En ningún momento, hablaron del motivo de su estancia en Londres. Llegado el momento de despedirse, Iván lo invitó a que lo acompañara a casa de un amigo con el que había quedado. Solo serian unos minutos.
Una vez en la puerta de Lestrade la aporreó con insistencia, éste debido a lo intempestivo de la hora, salió abrochándose un batín de raso.
−¡Querido amigo—dijo fingiendo una inexistente amistad, Lestrade le siguió la chanza.
Aunque sé que es algo tarde, he venido a que me muestre esa maravillosa obra de arte que tiene en su despacho.
Bien, bien­­­­—murmuró el policía percatándose que el convicto, se traía algo entre manos.
En menos de un minuto Lestrade apareció correctamente vestido, con bombín en mano.
−¿Adónde vamos?, susurró Nicolau al oído de Iván algo inquieto, al ver que cogían un coche de caballos-¿No te parece algo tarde?
Calla, calla −le contestó en el mismo tono −Este tiene una joya para la colección familiar.
Una vez dentro del despacho, Lestrade miró inquisitivamente a Iván, que continuó fingiendo.
A propósito, no os he presentado−dijo dirigiéndose al hombre que lo acompañaba
Nicolau Lomaski, mi hermano − hizo una pausa
− y, ¡el asesino en serie!
Los dos hombres, lo miraron perplejos. El supuesto asesino intentó huir, pero Lestrade, pulsó un timbre y aparecieron dos corpulentos policías, que lo agarraron con fuerzas.
Iván, lo acusó enérgicamente.
−¡tú eres el asesino en serie y el de mi pobre mujer y su madre! Fuiste tú quien me robó la daga con empuñadura de marfil y oro, de la que estabas encaprichado y nunca quise darte. ¡Tuya era la sombra que vi saltar por la ventana, el día del asesinato de mi querida esposa!
El acusado, empezó a blasfemar en ruso pero Iván era implacable
−¡Siempre has sido cruel y pendenciero! ya de joven, mataste a la pobre Bayuska, la secretaria de nuestro padre. ¡Asesino!
Nicolau, se derrumbó, declarándolo todo
−¡Todas las mujeres son unas zorras! te engatusan y luego se ríen de ti. ¡Sí, yo soy el hombre que buscáis!, ella me prometió amor eterno y luego se mofó de mi deformidad. Mientras la degollaba, la muy puta me mordió el dedo meñique.Lo de tu mujer y suegra, fue casual, yo solo entré a robar la daga que me pertenecía y ellas me descubrieron, tuve que degollarlas.
−¡Toma
Sacó un objeto del bolsillo y lo arrojó a los pies de su hermano − ¡tu maldita daga de empuñadura de marfil!
Resuelto el caso, Lestrade acompañó a Iván hasta la estación donde volvería a su querida patria, libre de cargos.
El asesino más buscado de Londres estaba a buen recaudo.

Mary Carmen Silvera
**********
II

A la mañana siguiente, acudió a la cárcel en busca de la persona que le había propuesto el juez. Fue escoltado por dos policías corpulentos, pues se trataba de un asesino atroz. En la celda, por cierto un lugar maloliente y desapacible, había una persona sentada en el único mueble de que disponía el lugar, leyendo el periódico. No levantó la cabeza, se quedó como si nada ni nadie hubiese aparecido. Uno de los policías gritó unas palabras en ruso y él lentamente se levantó. Lestrade pudo observar su mirada tristona y desafiante cargada de orgullo.
Se presentó y le dio la mano. Dijo su nombre, Ivaylo, y añadió, antiguo camarada ruso. Se alegró al comprobar que hablaba perfectamente el inglés. Por ello y porque no le dio la impresión de ser un tipo peligroso, pidió a sus acompañantes que se retirasen. Una vez a solas le explicó cuáles eran sus intenciones, si era capaz de resolver un caso que tenía a la policía de Londres desorientada, pero nada le mencionó del juez Petrovich, pues ese era el pacto que había hecho con él. Ivaylov aprovechó para contarle algo de su vida, le dijo que había pertenecido al cuerpo de policía secreta de Rusia, su madre era escocesa (por ello dominaba tan bien el inglés) y que fue culpado por un doble asesinato que jamás había cometido. Alguien le quiso quitar del medio. Luego no quiso decir nada más.
Se estableció un silencio entre ambos, había algo en su mirada, en su forma de hablar que le hacía inclinarse a pensar que decía la verdad.
Mañana por la mañana quedarás en libertad condicional, vendré a por ti y cogeremos un avión que nos llevará a Londres, dijo Lestrade. Espero que no se te ocurra ninguna tontería, te han dado una oportunidad y deberías aprovecharte de ella.
Se marchó de la prisión muy confuso, pensando en los motivos que le habían llevado a Ivaylov a estar en prisión y la vez bastante esperanzado en la resolución del caso, pues parecía una persona inteligente y conocedora de la profesión.
Durante el trayecto fue explicándole detalladamente el caso que les ocupaba; buscaban un asesino que, desde hacía un año, estaba sembrando el pánico entre las prostitutas de Londres. Todas ellas eran rusas, pero no habían encontrado nada que les pudiese dar alguna pista. Sospechaban sobre la mafia de este país, pero no habían podido averiguar nada que los relacionase.
Cuando llegaron al aeropuerto se despidieron. Lestrade le dio su teléfono y le indicó que le llamase nada más intuyese alguna cosa.
A la semana siguiente recibió una llamada. Quedaron en verse en una cafetería del centro de la ciudad. Quedó impresionado al comprobar que en unos pocos días había resuelto el caso. Parecía ser que tenía buenos amigos y contactos. Por supuesto nada le contó de todo ello, sólo la resolución y las pistas encontradas. El asesino, o mejor dicho la asesina, no era ni más ni menos que la esposa del comandante Petrovich. Parece ser que envuelta en un ataque de celos por las supuestas relaciones anteriores con estas prostitutas, la llevó a cometer estos asesinatos. Aprovechaba la excusa de realizar unas compras de ropa en Londres para cometerlos. Todo parecía indicar que un celebre detective de la calle Baker ya conocía el caso, pero fue sobornado y amenazado lo que le hizo retirarse y entregarse a la morfina .
Ahora Letrovich se encontraba inmerso en un gran problema. Por una parte estaba Ivaylov y él debía cumplir su promesa, y por otra sabía que sería amenazado, pero tenía que seguir adelante.
Al poco tiempo salió a relucir en la prensa y también la inocencia de Ivaylov, que había sido inculpado de los crímenes realizados por la esposa de Petrovich en Rusia. Sabía que por qué quería darle una oportunidad a Ivaylov de salir de la cárcel.

Trini Segura

**********
III

El jefe de policía solicitó entrevistarse inmediatamente con Molotov, como así se llamaba el convicto. Que a partir de entonces sería durante una temporada su compañero inseparable.
Cuando estaban solos frente a frente, Lestrade le explicó a Molotov el motivo de la entrevista. Acabada la exposición el convicto con un perfecto inglés acepto el reto. Ante la perplejidad del inspector el preso le dijo que su apellido no tenía nada que ver con su nacionalidad. Era hijo de un británico y de una rusa. Había adoptado el apellido de su madre para que la Interpol no pudiera detectar sus movimientos reales.
De regreso a Londres tuvieron tiempo suficiente para que Molotov le contara, a instancias del inspector, el motivo por el cual estaba detenido y condenado injustamente. Tranquilizó al policía en el resultado de la misión encomendada. Tenía experiencia en estos temas. Era detective privado en Liverpool y por motivos de una investigación había tenido que trasladarse a San Petersburgo. Estaba investigando un caso que le estaba absorbiendo totalmente su tiempo desde hacía dos años. Un tema muy importante a nivel internacional y que podía estar implicadas personalidades de varios países.
El policía no salía de su asombro al escuchar lo que su interlocutor le estaba contando. Molotov no quería dar más detalles del resultado de sus pesquisas, a pesar de la insistencia de Lestrade. Sin embargo, si que le explicó porque había sido detenido. Había empezado con un asunto de faldas, que se complicó con espionaje internacional. Conoció, nada más llegar a San Petersburgo, a una muchacha, con la que convivió en el apartamento de ella, casi desde el día que llegó.
Insistió en que era inocente de las acusaciones que pesaban sobre él. Sólo recordaba que se había despertado en la celda de la prisión después de beber un vaso de vodka con la muchacha. Le habían dicho en la cárcel que le encontraron inconsciente junto al cuerpo de la muchacha que presentaba dos cuchilladas mortales en su cuerpo. Sus huellas aparecían por todo el apartamento así como en el cuchillo ensangrentado que estaba junto al cuerpo de la muchacha. Estas huellas, según le dijeron, eran las mismas que otro chuchillo de otras características apareció junto al cuerpo muerto de un hombre a la orilla del río hacía unos días. Estaba inconsciente al caerse en su huída y golpearse en la cabeza con el borde de la mesa.
Empezó a dar una serie de detalles que el inspector tomaba nota en su negro cuaderno. Le dijo a Molotov que era para poder ayudarle a esclarecer la verdad, ya que la intención de éste era regresar a Rusia. Aunque estuviera libre de acusaciones quería terminar de aclarar el asunto que le había llevado antes allí y aprovechar para descubrir porque le habían inculpado.
Una vez en Londres, el inspector se acercó a la comisaría del aeropuerto, para, según dijo, hacer una llamada para que le prepararan una habitación en su casa para Molotov, iban a pasar una temporada continuamente juntos.
Al momento se les acercaron dos policías. Solicitaron la documentación del inculpado. Mero trámite ya que venían del extranjero. Inmediatamente, cuando Molotov alargó la mano con la documentación uno de los policías le puso las esposas. Ante su extrañeza, Estrade le comunicó que estaba detenido por todos crímenes que había realizado el Carnicero de Londres.
Tan gran cantidad de detalles de los asesinatos de San Petersburgo le hizo confirmar al inspector que tenía ante si al criminal que estaba buscando. La llamada al juez Petrovich confirmó que ellos estaban casi seguros de la identidad de Molotov. La propuesta que se le formuló fue para que pudiera descubrir lo que estaba buscando el inspector y le pudiera detener en Inglaterra, como así había sido. Se evitaban los dos países el papeleo de la extradición. Estaban de acuerdo las dos jefaturas de policía, la rusa y la inglesa y ambas con el juez Petrovich.

Alfonso Garrigós
**********
IV
Ya en Londres, Vladimir, no dudó en pasarse las noches en vela para estudiar el historial de los asesinatos con el fin de atrapar al asesino en el mínimo tiempo posible y así recuperar su añorada libertad. No tardó en atar cabos. Todos los asesinados tenían dos cosas en común, estaban casados y eran asiduos a casas de alterne.
Tenían que actuar rápido, el ruso se prestó voluntario como cabeza de turco para intentar pillar al asesino con las manos en la masa. Después de muchas noches frías y muchos clubs, el asesino no apareció. Volvió a coger los historiales y a pasarse las noches en vela. Su único sustento, café y donuts. No veía más relación que los maridos infieles, y los asesinatos seguían sucediéndose. Decidió volver a presentarse como voluntario para capturarlo en las casas de alterne pero cada vez que Vladimir entraba en acción, los asesinatos paraban, lo que le hizo pensar mal de Lastrade y sus compañeros. Su cabeza se puso a trabajar y empezó a descartar a gente hasta dar con el asesino.
-El forense –dijo el convicto sin dudarlo un instante.
-¿El forense?
-Sí, todos han muerto por heridas en puntos vitales que sólo él puede conocer.
-Hay muchos forenses en la ciudad. ¿Por qué el nuestro?
-Porque es asiduo a los clubs de alterne, porque está casado y vivo y sobre todo porque los asesinados habían sido vecinos suyos alguna vez y probablemente sabían de su infidelidad.
Acudieron en grupo a ver al forense, éste se vio acorralado y echó a correr sin éxito, lo agarraron rápidamente, y al ver su reacción supieron que era culpable.
-¿Por qué lo hiciste? –preguntó Lestrade, amigo de la infancia e incapaz de creer lo que allí estaba pasando.
-Ellos sabían de mi mala vida y no podía correr el riesgo de que desvelaran mi infidelidad.
William terminó entre rejas y Vladimir pudo disfrutar de la libertad que un doble asesinato, el cual no cometió, le había arrebatado.


Iván F. Chova
**********
V

El comisario se llevó la primera alegría al comprobar que el preso hablaba correctamente el inglés. El convicto también aceptó el trato.
Mientras viajaban destino a Londres, Lestrade puso en antecedentes, a grandes rasgos, de las circunstancias de los asesinatos. Destacó que todos los muertos eran presuntos malhechores que, por uno u otro motivo, habían escapado a la justicia.
En la comisaría analizaron las pruebas, comprobaron historiales, buscaron relaciones de unas víctimas con otras. El jefe Lestrade fumaba con preocupación y el condenado sonreía de vez en cuando y, como si estuviera jugando al ajedrez, ponía aquí una prueba, cambiaba de sitio una foto, comparaba nombres y fechas, sospesaba con cuidado el arma que se suponía había sido usada en uno, al menos, de los asesinatos. Todos los cadáveres tenían dos balas en el pecho. Todo parecía ejecutado con precisión, sin duda por una mano profesional.
Después de todo un día de trabajo en los despachos, el convicto pidió entrevistar a alguno de los testigos que figuraban en la lista. Lestrade hizo un gesto cansado, pero aceptando dijo: “Pero no intentes escapar”
Llamó mucho la atención del advenedizo investigador que todos los que fueron preguntados, a parte de no ser muy precisos en sus respuestas, miraban al jefe de policía con recelo, con temor, y bajaban los ojos o se restregaban las manos cuando era la autoridad, personalmente, quién dirigía las preguntas.
Cuando regresaron a la comisaría, el genio criminal dijo:
- Tengo una teoría, aunque me faltan un par de piezas por encajar. ¿De verdad quiere atrapar al asesino?-. Y ante el gesto afirmativo de Lestrade, continuó:- Déjeme rumiarlo bien esta noche y mañana se lo diré.
Al día siguiente, el genio criminal llegado de San Petersburgo, amaneció muerto en la celda donde había dormido.
El Carnicero de Londres podía seguir limpiando de malhechores su querida ciudad.


José Climent
**********
VI
Nada más llegar a San Petersburgo llamó a sus nietas Martina y Olga, vivían con él, su madre había muerto, después su padre las abandonó. No se olvidó de recordarles que tenían que dejar de fumar esos pitillos mentolados sin boquilla que ya viciaron a su progenitora. En dos meses se jubilaba y no quería ser un fumador pasivo de tal vicio.
Cenó y se acostó pronto, al día siguiente a primera hora tenía que verse con Romano, el genio criminal.
Sonó el despertador, una ducha fría y rápida, y un café bien fuerte. Petrovich lo recogió y fueron a Kresty. Todo muy protocolario. Al ver al genio criminal una imagen de sí mismo le vino a la cabeza. Sin decirse una palabra Lestrade le entregó los dossiers confidenciales de los asesinatos. Un vistazo a las fotos de las mujeres con sus pulmones fuera de sus pecho bastaron para que supiera de quién se trataba. Aún de pie, el genio criminal muy tranquilamente le dijo: “Viajamos a Londres”; “es un inglés de Londres”, pensó el comisario.
A Romano le dieron un traje gris con raya diplomático, camisa azul, zapatos de cordones, sombrero de fieltro y un abrigo. Mientras, el juez expidió un pasaporte de nacionalidad rusa y británica y firmó la orden de su viaje a Londres.
Lestrade fue al hotel a recoger sus cosas. Se verían en el aeropuerto.
Dos agentes de la Seguridad Nacional Rusa, Romano y Petrovich se dirigieron al aeropuerto.
Ya estaba allí Lestrade. No podía creerlo pero cuando volvió a ver Romano pensó en el día de su boda. ¿Qué extraño poder tenía aquel criminal de evocarle a sí mismo?
Subieron al avión, se sentaron separados. El comisario se quedó dormido nada más despegar, llegando a Londres se despertó, había estado soñando y él aparecía en su sueño. Se levantó y se sentó junto a él, le preguntó:
−¿Sabes quién ha sido?
−Sí.
−¿Puedes decírmelo?
Sí – y en voz baja y calmada le contestó- tu hijo, mi hermano.

Lala Escrivà
**********
VII
Solicitó ver al convicto cuanto antes. Había que ganar tiempo. En la sala de interrogatorio tuvo frente a si al diabólico criminal que había matado a dos jóvenes en un parque de atracciones. Su frágil aspecto no reflejaba en absoluto la mezquindad que guardaba dentro.
¿Qué inspector, tiene problemas? - Le espetó desafiante
Lestrade se asombró de su perfecto inglés. Dominic Sterlik, -decía su ficha-, emigrante polaco que estudió en Chester y ahora estaba afincado en Rusia.
-Déjese de preguntas irónicas. Si es Vd. inteligente, me ayudara.
Lestrade quería saber de primera mano por qué una persona como él, de apariencia normal, había matado a sangre fría a dos muchachas. La pregunta fue directa:
-¿Por qué eligió a aquellas jóvenes?
-¿Y por qué no? –contesto Sterlik
-¿Quiere decir que las victimas fueron elegidas al azar?
-Por supuesto. ¿O acaso tenía que encariñarme con ellas?
-Entonces es Vd. más cruel de lo que imaginaba
-Mire inspector, no me venga con monsergas. La vida también es cruel.
Lestrade estaba furioso, paseo por la habitación para calmar su ira y de pronto pegó un golpe seco en la mesa.
-Oiga majadero, ¿quiere salir de la cárcel o no? No me haga perder más tiempo.
-Yo también perdí mi tiempo, mi trabajo, mi casa y ¿a quién le importó? Después de quince años trabajando sin descanso, lejos de Joana, mi mujer, se limitaron a despedirme con una simple nota: “Señor Sterlik, prescindimos de sus servicios. Pase por el departamento de Recursos Humanos”.
De pronto a Lestrade le sobrevino una cuestión. ¿Y si aquellas chicas de Londres hubieran sido víctimas de un desaprensivo como Starlik, cuya única razón era haber perdido su trabajo?.
Todas ellas fueron encontradas en el parque cercano a “Fryman Businness”.
Se abría una nueva vía de investigación.
Marga Pérez

**********
VIII
El juez Petrovich llamó a Leonarosky, condenado unos cuantos años antes por un doble asesinato, y le planteó la cuestión:
−Leonarosky, quiero recordar que en su testimonio Vd. dijo conocer a un personaje, con el que vivió ciertos pasajes de su vida, algo revueltos y turbios, que pudieron influir en su comportamiento. ¿Podría facilitarme algunos datos concisos de su relación con esa persona?. En esta concesión iría implícita, quizás, su libertad.
El convicto abrió los ojos a la par de los oídos para escuchar mejor lo que le decía el juez.
−¿Cómo dice?
−Lo que acabo de relatarle. Su libertad a cambio de información. Le aclaró Petrovich.
Leonarosky empezó su historia:
−¿Se acuerda del relato de mis contactos con Tonovich en el orfanato, donde estábamos y que allí nos hicieron pagar las escuchas que oíamos y los movimientos que veíamos?
−Sí, algo quiero recordar, pero por favor, vuelva a contármelo.
−Pues, Tonovich y yo siempre nos quedábamos rezagados en la capilla y así pudimos observar cómo entraban oficiales del ejército, convivían con las religiosas e intercambiaban información acerca del gobierno.
En cuanto pudimos las chantajeamos e intentamos sexualmente lo mismo con ellas.
Al principio accedieron pero luego nos traicionaron y nos acusaron del robo de un dinero que las religiosas entregaron a un teniente para que no las delatase.
Aquello ocasionó un desequilibrio en Tonovich y un rechazo total hacia cualquier hábito llevado por mujeres.
Con el tiempo, Tonovich desapareció de San Peterburgo y perdí su rastro. Poco después, también yo salí del orfanato. Pero, los acontecimientos dejaron en mí la misma inclinación y la misma reacción ante los hábitos. De ahí, mis dos ejecuciones efectuadas contra la superiora y su ayudante cuando intentaron, en aquél día de invierno, conducirme dentro del refugio para protegerme de la calle.
El juez Petrovich le preguntó:
−¿Volvió a contactar con él?
−Sí, poco antes de mi delito. Respondió Leonarosky.
−¿Y cómo era físicamente?
− Tenía el pelo raído, le faltaban dientes y su aspecto era el de un enajenado con ojos saltones y mirada extraviada.
−Gracias, Leonarosky, me ha ayudado. Con esos datos se conseguirá su detención. Si resultase cierto lo que me ha contado y la descripción fuera acertada, tramitaremos su libertad.
Así fue cómo Lestrase, jefe de la policía, consiguió su medalla al mérito policial y la captura del “Carnicero de Londres”se hizo efectiva.
Del entramado de la cuestión, como era de suponer, nunca se habló.

María Luisa Munuera



ÁNGELA

“Ángela llamó al timbre. La muchacha, de apenas dieciséis años, estaba un poco nerviosa pues era la primera vez que hacía una cosa así y tenía miedo de que hubiera ido a topar con un pervertido de esos que se hacen pasar por artistas o fotógrafos. ¡Había escuchado tantas historias! Pero necesitaba el dinero y llamó de nuevo.
De pronto, la puerta se abrió con brusquedad y apareció un anciano enclenque y arrugado. Parecía sacado de una película de terror. El hombre no dijo nada, y se limitó a mirar fijamente a la chica. La muchacha tragó saliva y preguntó por el anuncio, señalando el periódico. El anciano, asintiendo con la cabeza, la hizo pasar con un gesto. Ángela vaciló por unos instantes, pero acabó entrando. No podía elegir. Necesitaba el dinero”.

(Fragmento del relato “El tablero de ajedrez” de Namaste)

CONTINUACIONES
I

La estancia a la que le hizo pasar estaba en penumbra. Sólo había visto algo así en las películas de época, concretamente de la Edad Media. En el centro había un brasero de carboncillo y junto a la ventana dos mecedoras. La hizo sentar en una de ellas. Empezó a explicar el motivo del anuncio. En su día había sido una persona muy importante. Hacía tiempo había renunciado a muchas cosas. Ahora quería saber sobre la vida de los jóvenes. Que pensaban ellos de las personas que como él tenían pensamientos pasados de moda, según se decía ahora, en estos tiempos.
Ángela le estaba mirando más detenidamente, su carácter no le era desconocido, pero no acertaba a situar su figura. Había algo en él que le era muy familiar.
Continuó explicando que en la ciudad se estaban organizando unos festejos, según había llegado a sus oídos. Sin embargo, observó que en la estancia a parte del brasero y las dos mecedoras sólo había un pequeño aparador. No había ninguna radio y por descontado ninguna televisión. ¿Cómo le llegaban a él las noticias de la calle?. Le comentó que estaba a su servicio y se encargaba de la casa y de sus atenciones una mujer ya mayor que estaba sorda. La pobre, apenas podía explicarle algo.
Continuó con la explicación de su anuncio. Deseaba que la persona que tenía que contratar fuera joven. Que estuviera al día de lo que pasaba en la ciudad con los jóvenes. Que pensaban, que diversiones practicaban, que estudiaban, como acogían los actos que se celebraban o tenían que celebrarse este año. Su deseo era estar informado al máximo de todo lo que ocurría en cada momento al respecto sobre la juventud.
Se fijó Ángela en la delgadez de su interlocutor, en su aspecto. Representaba más edad de la que en realidad debía tener. Su manera de hablar pausadamente hizo que se confiara algo más. A cada momento que pasaba estaba más interesada en el tema que le estaba proponiendo. Se entablo una conversación fluida entre ambos. El viejo preguntaba, insistía en las preguntas. Solicitaba siempre una información detallada del tema. Ella con el tiempo estaba tranquilizándose y se entusiasmaba en la conversación, en las repuestas que daba, estaba tranquila y confiada del todo ya.
El viejo, por así decirlo, le estaba comentado que en su juventud no existían esos aparatos que veía circular por las calles. No existían esos ruidos ensordecedores que casi le volvían loco. La diversión y los estudios de los jóvenes de su época era bien distinta, la cetrería, la danza, la equitación. Tan distinta que no tenía comparación con lo que Ángela le estaba explicando de la juventud de estos tiempos, la discoteca, los conciertos de los cantantes famosos, las reuniones para tomar copas…
Fijó de nuevo su mirada en su interlocutor. Ángela en ese momento creyó empezar a reconocer al personaje, al viejo enclenque, a su interlocutor. No estaba del todo segura y le preguntó como se llamaba. Ella se había presentado y le había dicho su nombre. Pero él no se había presentado. No le había dicho el suyo. En ese momento acabó por reconocerlo y antes de que él le contestara y le dijera su nombre. Ángela, de la emoción casi no podía respirar, quería decir el nombre, pero no podía, hasta que con un gran esfuerzo, expulsando el aire contenido en sus pulmones provocó un grito. Un grito estremecedor que le salió del fondo de su ser. En toda la estancia el eco repitió un nombre. Francisco de Borja.

Alfonso Garrigós

-------------------------
II

Hipólito le pidió que se desnudara y posara para él y sus dos alumnos, que parecían tener más vergüenza que ella. Entro en un baño, se quito la ropa, y se acerco a la tarima para que la pintaran, pero los alumnos habían desaparecido, solo estaba el anciano, y pincel en mano la miro de arriba abajo y decidió no pintarla.
-¡Vístase!
-¿Qué pasa? ¿Por qué no me quiere pintar?
-Está demasiado delgada.
Se vistió e intento cobrar los minutos que estuvo allí.
-¿Cobrar? Claro que vas a cobrar –las arrugadas manos apretaron con fuerza el brazo de Ángela y se la llevo al sótano de la casa donde escondía a dos muchachas mas.
-¿Por qué estáis aquí?
-Nos tiene retenidas desde ayer y lo único que quiere es que suframos como sufrieron sus hijas, las tres murieron por anorexia.
No se lo podía creer y cuando pudo reaccionar empezó a pedir socorro, pero no la podían escuchar. El sótano, frio y totalmente vacío, estaba recubierto de un amianto para que el sonido no pudiera salir de allí.
A las pocas horas, con las chicas derrumbadas y agotadas de tanto llorar, se abrió un pequeño portillo que daba a la calle. Eran sus salvadores. Los dos alumnos del anciano rescataron aquellas jóvenes, acudieron a la policía y denunciaron a Hipólito que acabó suicidándose en el calabozo poco antes de ser juzgado. Él solo quería que aquellas chicas valoraran la vida como sus hijas no lo pudieron hacer.

Iván F. Chova

-------------------------

III
El viejo cerró la puerta tras ella y pasó el cerrojo. El chirrido puso los pelos de punta a la muchacha: “¿Dónde me he metido, Dios mío? ¡A ver si me sale ahora un pervertido!” Pero le siguió guardando una distancia de un par de pasos.
El arrugado personajillo, caminando con lentitud y arrastrando los pies, giraba ligeramente la cabeza de vez en cuando y sonreía mostrando su único diente entre los labios. Ángela apretaba el bolso con su mano y pensaba que si las cosas se ponían mal, de un golpe seco en la cabeza podía acabar con el anciano.
Llegaron a la cocina. Sin hablar ni una palabra, el hombre le mostró, con un gesto de sus manos huesudas, los cachivaches esparcidos sin ningún orden por cualquier parte. Y dijo con voz cascada, llena de telarañas:”Por si necesitas tomar algo”.
La guió por el pasillo, oscuro y algo mohoso, hasta la puerta del fondo. Abrió lentamente y volvió a mostrar su solitario diente. La habitación estaba echa un asco: la cama revuelta, ropa por el suelo, zapatos perdidos encima de la mesita, una navaja al lado del despertador... La muchacha estaba a punto de echar a correr cuando él habló:
-Allí tenemos- dijo apuntando a una esquina-, el ordenador que quiero que me enseñes a manejar.

José Climent

-------------------------
IV
El aspecto de la vivienda iba acorde con el de quien le abrió la puerta.
El suelo crujía a cada paso que se daba sobre el ajado entarimado. Los muebles eran decimonónicos y la claridad, escasa, debido a la colgadura de unos pesados cortinajes en las ventanas.
Ángela seguía al anciano mirando de reojo a sus laterales. Se temía que le saliera al encuentro algún otro habitante de la vivienda. Pero, no.
Por fin, llegaron a una puerta que daba acceso a una gran terraza, en parte cubierta por una pérgola y llena de maceteros con infinidad de plantas. Los tomillos, sándalos, lavandas, entre otros, estaban exuberantes.
El anciano se las señaló y le dijo:
−¿Las ve? Ellas son mi sustento. Produzco la base, o sea, la materia prima de la mayoría de los perfumes que se venden en las perfumerías. Debo ausentarme, sin remedio, por un mes y de ahí, mi anuncio, donde reclamaba: “persona joven, con sensibilidad, paciencia, ganas de contemplar la vida y sin prisas”. Es lo que necesitan mis plantas.
Ángela dio un profundo respiro al tiempo que aspiraba el agradable aroma que se extendía por toda la terraza.
−Por supuesto, que puede contar conmigo para cuidar su “vergel”, dijo Ángela.
−Bien, espero que no me defraude.
María Luisa Munuera
-------------------------
V

Siguió al anciano por el largo pasillo, era una casa sombría y olía a humedad. Ya en el salón el anciano se dirigió a Ángela y le dijo:
-Mire señorita, no me andaré con rodeos. Necesito que alguien me ayude a ordenar todo esto, ¿le interesa el trabajo?
-Sí por supuesto, ¿Cuándo empiezo?
-Mañana mismo. Su horario será de 10 a 1 por las mañanas.
-De acuerdo. Hasta mañana
Antes de salir de la estancia observó de soslayo lo que sería su lugar de trabajo.
La mesa estaba completamente tapizada de papeles, folios amontonados, ceniceros llenos y en una esquina, la vieja máquina de escribir “Underwood” de teclas redondas. Respiró tranquila, a simple vista juraría que era escritor.
Al día siguiente, Ángela con el ímpetu que la caracterizaba empezó a colocar papeles aquí y allí según su criterio. Se fijó de pronto en un montoncito de folios que estaban colocados al lado de la máquina de escribir y vio que iban numerados. Sin darse cuenta empezó a leer. Se entusiasmó tanto que no pudo dejarlo; ¿sería acaso la biografía de aquel hombrecillo enigmático? Tenía que continuar.
Pasaron las horas y Ángela tenía el último folio en sus manos. De súbito una extraña sensación le recorrió el cuerpo, algo así como un leve mareo y notó un calor intenso en su cara. Le temblaron las manos, Autor, decía el texto Frank McCourt
Había leído un par de veces su obra “Las cenizas de Ángela” y le entusiasmó. Qué capacidad de relatar su angustiosa infancia, pero no desde el odio; como si la historia la hubiese escrito desde el corazón de un niño de solo 8 años, limpio de rencores.
Y ahora estaba trabajando en su casa.
Ángela se desvaneció.
Margarita Pérez
------------------------
VI
Nada más traspasar la puerta, siguieron un angosto pasillo, que daba a una sala repleta de libros perfectamente colocados en estanterías. Sintió escalofríos. El anciano le indicaba el camino con pasitos cortos y firmes.
Se fijó en una mesa de despacho, exenta de papeles, totalmente limpia y ordenada y esperó a que el anciano se pronunciara. El, a media voz le preguntó.
−¿estás de acuerdo con las condiciones?
−Sí, siempre que se cumplan las partes.
Empecemos pues, coge de la tercera estantería un libro que se titula “El secreto”. Luego siéntate de espaldas a mí y lee despacio y claro.
Ángela pensó que no se había equivocado, se trataba de un pervertido, sin embargo su necesidad pudo más que sus temores, se aventuró a seguirle el juego. Apartó una hoja de papel de una silla y se sentó como le había pedido.
−Porqué de espaldas--preguntó
−Haz lo que te digo y cobraras esta tarde, le dijo.
Aún desconfiada y temblorosa, pensando en que en cualquier momento se le echaría encima leyó durante tres largas horas.
Ya más serena aunque cansada dio por terminada la jornada. Sé puso de pié y volvió a mirar al anciano. Él con amabilidad, le dio el dinero acordado y la piropeó
−Tienes una voz preciosa, ¿sabes?, tú y yo haremos negocios. Tengo muchos libros, dijo señalando las estanterías con picardía guiñándole un ojo.
Una vez en la calle apretó su primer salario contra el bolsillo y se sintió útil aunque mal consigo misma de haber sido tan mal pensada. A fin de cuentas, no era ningún pervertido tan solo un ciego que quería que le prestara sus ojos.
Mary Carmen Silvera Redondo