No hacía ni diez minutos que habíamos llegado a casa. Llevaba un mensaje de correo leído, de diez o así, cuando oí el golpeteo en el suelo de madera. Volví la cabeza y te vi: convulsiones; ataque epiléptico o infarto. Luego silencio.
La gente debió de pensar que estaba loca. Gritaba: “Respira, respira, Antón”, mientras corría al consultorio como no había corrido hacía muchos, muchos años.
Pero fue imposible reanimarte. Estabas muerto.
Por un momento, fue el sinvivir definitivo, la gota que rebosa el vaso. Pero el tiempo pasa y ya no digo tanto: por nada, por nadie. He sobrevivido.
Al día siguiente, ya con la noche encima, no pude evitarlo y llamé a la única persona a la que podía y quería llamar.
–Necesito que me hables, estoy fatal.
–Suenas rara, ¿dónde estás?
–En el encinar, en Casavieja, hace un frío que pela.
–Bonita, estamos en Febrero, es de noche y estás en Gredos, lo raro sería que no hiciera frío.
–Pues es una puñeta, porque la tierra está helada y se me rompe la pala. Y hay un perro que aúlla. No llevo las gafas y está muy oscuro, pero huele y suena a ovejas, y son muchas.
–En el monte, en Ávila, es normal.
–¡Joder! Pues llevo aquí dos años sacando fotos de la naturaleza abulense y tengo cerdos, cabras, burros y búhos reales, y aunque me hartado de buscarlas, ni una puta oveja.
–Bueno, eso es porque no salís a las mismas horas.
–No estás ayudando nada, ¿sabes? –pero me tengo que reír, a mi pesar.
–¿Estás enterrando a Antón? –tonito entre compasivo y piadoso del mister.
–Pareces tonto. ¿Te crees que, con el frío que hace, a oscuras, estoy en el puto encinar por gusto? –acidez rayando en la vulgaridad y el odio convierten mi voz en puro veneno. Él se lo traga.
–¿Y si lo haces por la mañana, con luz y eso?
–Desde luego, eres la leche. ¿Estás diciendo que lo lleve a casa y lo meta en la nevera? –a mi pesar, se me casca la voz.
–Vale. Tranquila. No grites. Y no llores o cuelgo. ¿Lo estás enterrando al lado de Atocha?
–Tú flipas. No sé ni por qué te llamo. ¿Te crees que voy a cavar en la misma encina y encontrarme con sus huesitos o, peor, con qué no están? –pausa y reflexión– ¡Ay! Perdona, es que estoy fatal. Es la encina de al lado. Eso vale en plan familia y eso ¿no?
–Sí, bonita. Está muy bien. Tranquila. Acaba ya y vete a casa, son más de las diez.
–Es que se me ha roto el rastrillo, a la pala le queda un suspiro y el agujero está lleno de cachitos de plástico rosa. Es indigno. A Antón le daría un mal si lo viera.
–Ali, a Antón ya le da igual. Mételo en el agujero y tápalo.
Móvil en el suelo, forcejeos, gruñidos, suspiros.
–No cabe, tío, no cabe. Es demasiado largo, joder, y eso que lo acurruqué, rosquillita, como le gustaba, tú sabes. ¿Qué hago?
–Ensancha el agujero.
–No veo nada, y no tengo pala, ni rastrillo, ni nada. Eran rosa, de la playa, de las niñas. Lo he traído en el bus, en la mochila envuelto y no he pensado mucho, creo.
–Busca un palo o una piedra.
–No veo, está muy oscuro y tengo los dedos helados ya, me duelen.
–Pues mételo de pie. Seguro que has cavado hondo, te conozco.
–¿Cómo lo voy a meter de pie? Es indigno, ¿de pie y con trocitos de plástico rosa? Era mi príncipe azul y tú lo sabes. ¿Y si viene el perro y lo huele y lo saca?
–Ali… El perro pasa, está con las ovejas. Y Antón no era azul, ni ruso, ni príncipe. Lo encontraste en la calle y era una miasma gris con pinta de gremlin de los malos. Catorce años dan para mucho cariño y eso, pero él sabe cuánto lo quieres y te perdonará que…
–¡He encontrado una piedra!
–Vale, ensancha el agujero un poco, sólo por un lado, el más blandito.
Minutos, muchos, después. Un rato largo, vaya.
–¡Cabe! ¡Ahora ya cabe sin doblarlo y planito!
–Perfecto, princesa. Lo has hecho muy bien.
–Joder tío, me he reído enterrando a mi gato. Es lamentable. Y se me acaba la batería del móvil y tengo que bajar del encinar, por toda la cuesta y volver al pueblo. Voy a tener que colgar o no tengo luz y me voy a caer. Gracias. Sin ti, hoy no habría podido. Me dolía todo. Muchas gracias.
–Vale. Cuelga ya. No te caigas, nena, no te puedes romper más. Ten cuidado. Plástico rosa en pelo gris, sin batería y con ovejas: Antón no habría esperado un entierro menos surrealista que este. Seguro que sonríe en su edén felino. Emborráchate, y mucho, si hay algún bar abierto aún. Mañana te llamo, si me acuerdo. Si no, llámame tú, si crujes por dentro aún.
Y llegué a casa sin romperme nada y creo que tal vez me emborrachara, pero eso no lo recuerdo bien. Con el tiempo, admití que mi ex tenía razón. El entierro de mi gato fue digno en cuanto a nuestro: kafkiano y pleno de lágrimas y risas. Una ironía que captó, en principio, y supo diluir quien vivió años con ambos. La soledad ya solo ha sido mía.
La gente debió de pensar que estaba loca. Gritaba: “Respira, respira, Antón”, mientras corría al consultorio como no había corrido hacía muchos, muchos años.
Pero fue imposible reanimarte. Estabas muerto.
Por un momento, fue el sinvivir definitivo, la gota que rebosa el vaso. Pero el tiempo pasa y ya no digo tanto: por nada, por nadie. He sobrevivido.
Al día siguiente, ya con la noche encima, no pude evitarlo y llamé a la única persona a la que podía y quería llamar.
–Necesito que me hables, estoy fatal.
–Suenas rara, ¿dónde estás?
–En el encinar, en Casavieja, hace un frío que pela.
–Bonita, estamos en Febrero, es de noche y estás en Gredos, lo raro sería que no hiciera frío.
–Pues es una puñeta, porque la tierra está helada y se me rompe la pala. Y hay un perro que aúlla. No llevo las gafas y está muy oscuro, pero huele y suena a ovejas, y son muchas.
–En el monte, en Ávila, es normal.
–¡Joder! Pues llevo aquí dos años sacando fotos de la naturaleza abulense y tengo cerdos, cabras, burros y búhos reales, y aunque me hartado de buscarlas, ni una puta oveja.
–Bueno, eso es porque no salís a las mismas horas.
–No estás ayudando nada, ¿sabes? –pero me tengo que reír, a mi pesar.
–¿Estás enterrando a Antón? –tonito entre compasivo y piadoso del mister.
–Pareces tonto. ¿Te crees que, con el frío que hace, a oscuras, estoy en el puto encinar por gusto? –acidez rayando en la vulgaridad y el odio convierten mi voz en puro veneno. Él se lo traga.
–¿Y si lo haces por la mañana, con luz y eso?
–Desde luego, eres la leche. ¿Estás diciendo que lo lleve a casa y lo meta en la nevera? –a mi pesar, se me casca la voz.
–Vale. Tranquila. No grites. Y no llores o cuelgo. ¿Lo estás enterrando al lado de Atocha?
–Tú flipas. No sé ni por qué te llamo. ¿Te crees que voy a cavar en la misma encina y encontrarme con sus huesitos o, peor, con qué no están? –pausa y reflexión– ¡Ay! Perdona, es que estoy fatal. Es la encina de al lado. Eso vale en plan familia y eso ¿no?
–Sí, bonita. Está muy bien. Tranquila. Acaba ya y vete a casa, son más de las diez.
–Es que se me ha roto el rastrillo, a la pala le queda un suspiro y el agujero está lleno de cachitos de plástico rosa. Es indigno. A Antón le daría un mal si lo viera.
–Ali, a Antón ya le da igual. Mételo en el agujero y tápalo.
Móvil en el suelo, forcejeos, gruñidos, suspiros.
–No cabe, tío, no cabe. Es demasiado largo, joder, y eso que lo acurruqué, rosquillita, como le gustaba, tú sabes. ¿Qué hago?
–Ensancha el agujero.
–No veo nada, y no tengo pala, ni rastrillo, ni nada. Eran rosa, de la playa, de las niñas. Lo he traído en el bus, en la mochila envuelto y no he pensado mucho, creo.
–Busca un palo o una piedra.
–No veo, está muy oscuro y tengo los dedos helados ya, me duelen.
–Pues mételo de pie. Seguro que has cavado hondo, te conozco.
–¿Cómo lo voy a meter de pie? Es indigno, ¿de pie y con trocitos de plástico rosa? Era mi príncipe azul y tú lo sabes. ¿Y si viene el perro y lo huele y lo saca?
–Ali… El perro pasa, está con las ovejas. Y Antón no era azul, ni ruso, ni príncipe. Lo encontraste en la calle y era una miasma gris con pinta de gremlin de los malos. Catorce años dan para mucho cariño y eso, pero él sabe cuánto lo quieres y te perdonará que…
–¡He encontrado una piedra!
–Vale, ensancha el agujero un poco, sólo por un lado, el más blandito.
Minutos, muchos, después. Un rato largo, vaya.
–¡Cabe! ¡Ahora ya cabe sin doblarlo y planito!
–Perfecto, princesa. Lo has hecho muy bien.
–Joder tío, me he reído enterrando a mi gato. Es lamentable. Y se me acaba la batería del móvil y tengo que bajar del encinar, por toda la cuesta y volver al pueblo. Voy a tener que colgar o no tengo luz y me voy a caer. Gracias. Sin ti, hoy no habría podido. Me dolía todo. Muchas gracias.
–Vale. Cuelga ya. No te caigas, nena, no te puedes romper más. Ten cuidado. Plástico rosa en pelo gris, sin batería y con ovejas: Antón no habría esperado un entierro menos surrealista que este. Seguro que sonríe en su edén felino. Emborráchate, y mucho, si hay algún bar abierto aún. Mañana te llamo, si me acuerdo. Si no, llámame tú, si crujes por dentro aún.
Y llegué a casa sin romperme nada y creo que tal vez me emborrachara, pero eso no lo recuerdo bien. Con el tiempo, admití que mi ex tenía razón. El entierro de mi gato fue digno en cuanto a nuestro: kafkiano y pleno de lágrimas y risas. Una ironía que captó, en principio, y supo diluir quien vivió años con ambos. La soledad ya solo ha sido mía.
Alicia Briz Booth
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