domingo, 8 de enero de 2012

EL MONUMENTO ANIMADO

Cuando Manolo y Petra estaban dando un paseo por el centro de la ciudad, cuál fue su sorpresa al encontrarse en el centro de la plaza con una extrañísima y enorme escultura. La señora comentó a su marido:

—Acércate y te sacaré una foto en el monumento.

El hombre acató las instrucciones de su esposa.

—Arrímate más, para obtener un enfoque más amplio. —le comentó.

Manolo le hizo caso y según se iba acercando a la figura, notó como una rara fuerza magnética le atraía hacia el monumento hasta quedar empotrado en él.

Petra hizo la foto —Venga, no hagas el burro ahora. Sal de ahí, aprisa, que nos esperan a cenar.

Manolo, por mucho que lo intentó, no conseguía despegarse de esa mole.

Acudió la policía local, los bomberos, una ambulancia, la plaza se fue abarrotando de mirones que daban su experta opinión y su solución al mismo tiempo, el espectáculo estaba garantizado.

El escultor observaba preocupado, nadie encontraba solución y el futuro de su escultura estaba comprometido, una gira itinerante a través del mundo peligraba.

La actuación del cuerpo de bomberos tuvo que paralizarse puesto que cualquier cortadura en la estructura provocaba dolor, sufrimiento y angustia en el organismo de Manolo. Se había producido una extraña fusión entre el hombre y la monumental obra.

La estructura cobró vida y se iluminó inesperadamente ante las miradas atónitas de todos los presentes. Sólo el médico y Manolo sabían que la causa de este extraño fenómeno lo producía su marcapasos.

No hubo otra solución que continuar la exposición itinerante con el cuerpo de Manolo integrado en ella. Su creador tuvo que acondicionar la obra a las necesidades del acoplado. Recorrieron grandes ciudades como Paris, Londres, Moscú, Tokio.

La mujer viajó junto a ellos. Al principio sufría, luego su amargura fue menguando, decayendo a medida que aumentaba su interés por el artista.

Se acercaban las fechas navideñas, la escultura estaba expuesta en la Puerta del Sol de Madrid, Petra aprovechó para comprar un décimo del sorteo de Navidad en la administración de Doña Manolita y les tocó el gordo, esta circunstancia precipitó el fin de Manolo.

Las doce campanadas de la noche de fin de año contribuyeron a acelerar la explosión, la descarga, el chispazo del marcapasos y con ello su muerte premeditada que en su adiós observó como la escultura le enviaba, en un resplandeciente destello, que iluminó las tinieblas, un mensaje:

—Bay, bay, Manolo. Feliz año nuevo

Amparo Pérez Boix , Maria Luisa Munuera González, Noelia Alves, Sheila Gómez Estruch, Nacho Castelló, Ricardo Roca Y Vicente Lucio Fernández De La Parra

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LA VENGANZA

Con motivo del quinto Centenario, se decidió celebrar el fin de año en la Plaza Escuelas Pías. Concentrados frente al reloj se agolpaban miles de personas, bolsas de cotillón, uvas y copas de cava y sidra. Muchos de los presentes observaban la nueva escultura que el ayuntamiento había decidido colocar junto a la familia de los Borgia.

Mientras unos opinaban que le daba vitalidad y energía a la plaza, otros criticaban su obscena modernidad. Se escuchaban comentarios de todo tipo, pero había uno que sonaba con más fuerza: la posibilidad de que la escultura quedara en ese lugar para siempre, retirando a los Borgia que habían tenido allí su hogar en los últimos años.


Empezaron a sonar los cuartos y el bullicio se redujo con la llegada de las campanadas. Justo en la séptima, un grito rompió la calma. Ensartado en varias púas de la escultura futurista, que simulaba una segadora, se hallaba el cuerpo sin vida de un hombre de mediana de edad, su sangre roja iba cambiando poco a poco el color azul del monumento.

La policía no tardó en llegar y reconoció inmediatamente el cuerpo, se trataba del escultor Víktor Ferrando. Puesto que la escultura había generado todo tipo de opiniones, todos y cada uno de los allí presentes podían ser inocentes o culpables.

El pánico comenzó a reinar en la plaza. A uno de los policías le llamó la atención un niño de unos seis años que se encontraba inmóvil ante los Borgia, gritando: Mamá, las estatuas se han movido, las estatuas se han movido. Aunque el policía no lograba adivinar qué ocurría, notaba algo extraño en ellas, algo había cambiado.

¿Siempre han tenido esa sonrisa malévola en sus rostros? — Preguntó uno de los agentes al comisario.

¿No querrá decir que han sido las estatuas, señor Rodríguez? —añadió el comisario en tono irónico.

Esa noche el comisario no sabía lo cerca que estaba de los asesinos.

Tras varios días de investigación, mientras visionaban las cámaras de seguridad de la Caja Rural, observaron atónitos como los Borgia, en un abrir y cerrar de ojos, levantaban al artista de entre la muchedumbre y lo lanzaban contra su creación en la quedó ensartado.

Francisco Escrivá Costa, José Manuel Castellá Almiñana, José Andrés Mayor Escrivá,

Llorenç Bustos Fernández e Irene Cantó Alama

LA MANCHA

Con treinta grados y oxinet será suficientes.

La descuelgo del armario, me la pongo, para mi desgracia ahí sigue. ¡No puede ser!, otra vez al cesto.

Esta vez la froto como recomienda el fabricante de oxinet, no hay mancha que se le resista y más a sesenta grados. De esta sale.

Hoy luzco mi mejor camisa, y ….¡no!, ahí sigue. Si no fuera porque pensarás que estoy loco, te diría que me ha sonreído. Algo ha cambiado. La primera vez era color tomate frito. Ahora es como de chocolate. A la lavadora. Doble ración de oxinet, sesenta grados y programa anti-manchas. Seguro que sale.

Es la cuarta vez que la saco de la lavadora. Su color es negro azabache y ya es seguro, se ríe. Se ríe de mí, del oxinet, de los sesenta grados, del programa anti-manchas, del cepillo de dientes que gasto para frotarla, se ríe. He tomado una decisión drástica: o ella o yo. No salgo hasta que se vaya.

Se agotó la caja de oxinet, el cepillo está sin cerdas, la lavadora quemada, no hay camisa. ¡Ella sigue ahí!, ¡me esfuerzo por quitarla! No se va. Se ríe cuando la miro. Se ríe cuando me pasan la corbata por el cuello. Se ríe cuando el Cura me dice “ego te absolvo.....” Se ríe cuando oigo el cloc. Se ríe. Es negra, negra como la oscuridad que me envuelve, que me ahoga. Solamente ahora, con mi muerte, comprendo que las manchas de sangre inocente sólo se limpian con el perdón.

José Manuel Castellá Almiñana

LA OFUSCACIÓN

Mi amigo Pedro es el típico tío sencillo y campechano, que ha tenido que ganarse con su sudorcada uno de los logros que ha ido consiguiendo en su vida. Es la típica persona que todos echamos de menos en una cena de amigos o en una conversación sobre política. Esta mañana mientras hacia footing he recordado el único y último viaje que hicimos juntos. Pedro, como no podría de ser de otra forma, sólo estuvo enamorado una vez, la afortunada o desafortunada, según los ojos que vean esta historia fue Rebeca, una joven catalana, que terminó dejándolo por un chico más optimista, ese fue su argumento, al menos el que utilizó conmigo.

El viaje tuvo lugar porque Pedro ya no concebía la vida como vida, sino como una sucesión de días en los que ya ninguna mujer volvería a llamar su atención. Cuando volvimos de Roma, también dejaron de interesarle los viajes, me dijo con voz muy seria en el aeropuerto: “Ni italianas, ni españolas. Ni viajes, ni amor. He de aceptar que todas las mujeres terminarán dejándome.”A día de hoy, sigue exactamente igual, le hemos organizado mil cenas, varias citas a ciegas y nada, mujer que ve, mujer que sale corriendo.

En fin, todo este rollo para explicar que siempre había pensado que Pedro era un tío pesimista, pero ahora me doy cuenta de que no, tan solo es un tío de ideas fijas, demasiado fijas. Ayer, mientras tomábamos un café en un centro comercial, le propuse tomar un trocito de pastel de naranja y chocolate, una amiga del trabajo me había comentado alguna vez que era la mejor tarta de la ciudad. Y ante mi asombro, su respuesta fue la siguiente: “Ni loco pruebo yo una tarta que te ha recomendado una tía del trabajo, porque claro, ¿qué quiere, eh?, ¿qué quiere esa tía?, casarse contigo y luego abandonarte, como hizo Rebeca. Nada, nada, la tartita para ti. Además, no pruebo las naranjas desde hace un par de años, tuve una reacción alérgica y aunque el médico intentó convencerme de lo contrario, no tengo duda de que me lo provocó el zumo que había tomado esa mañana, un zumo hecho con unas naranjas que me dio mi vecina. ¿Por qué sabes lo que quería mi vecina, no?, fácil, quería que me pusiera enfermo, cuidarme, enamorarme y luego…”

“Sí, Pedro sí, abandonarte como hizo Rebeca”

Irene Cantó Alamá

COCOLISO QUIERE VOLAR

En un bonito zoo de una ciudad muy lejana vivía Cocoliso, un osito bonachón y cariñoso que creía que era un pajarito. Siempre movía sus brazos de arriba abajo cuando jugaba creyendo así que volaba. Un día cuando mamá oso despertó, no vio a su pequeño en la osera y empezó a buscarlo como una loca. Los cuidadores pronto pudieron averiguar que su enfado y nerviosismo se debía a la ausencia de Cocoliso y empezaron todos a buscarle. Uno de los cuidadores, que siempre andaba distraído, descubrió al osito subido en lo más alto de un gigantesco árbol que servía de sombra en el habitáculo de los osos. La pequeña cría había subido porque quería estar cerca del cielo y lograr por fin echar el vuelo, pero movido por el miedo se dio cuenta que no podía volar y que le era imposible bajarse.

Bajarlo era una tarea difícil y el pobre animal cada vez estaba más asustado. Así que llamaron a una grúa y le ataron unas correas y un arnés a su cuerpo.

Lo bajaron lentamente, mientras él suspendido en el aire movía sus brazos arriba y abajo. Y así fue como aquel rescate se convirtió en su primer y ultimo vuelo.

Francisco Escrivá

ARISTOCRÁTICO

Vivía casi siempre en el campo, en un gran palacio, con aspecto de castillo feudal, donde el más aristocrático señorío se mostraba por todas partes.

El viento, la lluvia, el frío, la nieve, la niebla, la tempestad no me causaba el más mínimo temor. Mi castillo con sus altas almenas y gruesas paredes, sus señoriales fogones que calentaban sus aposentos, mitigaban todas las intemperies naturales.

Únicamente en mi fortaleza había un punto débil, un talón de Aquiles, que el enemigo desconocía, pero en ese lugar todas mis batallas estaban perdidas y no lograría vencer aunque luchara con todas mis fuerzas hasta la extenuación, estaba dentro del palacio pero no entre sus muros sino adentro, en mi interior, dentro de mí, la soledad, mi soledad que derivó en mi aristocrática locura.

Vicente Lucio

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Vivía casi siempre en el campo, en un gran palacio, con aspecto de castillo feudal, donde el más aristocrático señorío se mostraba por todas partes.

La única cosa que le mantenía vivo era saber que por las mañanas, al amanecer, podía abrir las ventanas y no escuchar nada, tan solo el sonido del agua, de los pájaros y las lejanas conversaciones de los campesinos que mañana tras mañana se encargaban de mantener los cultivos en perfecto estado. Sufría una lucha interna constante, no soportaba aceptar que su vida había sido diseñada por otros, un título nobiliario que había pasado de generación en generación marcaba todas sus decisiones e impregnaba cada una de sus vivencias. Por otro lado, no aceptaba la idea de renunciar a ello y la inmediata consecuencia de decepcionar a su madre, una mujer viuda que había depositado en él toda su confianza, una buena mujer incapaz de ver que su hijo tenía don.

Este joven de 26 años, recordaba diariamente las tardes con su abuelo, un excombatiente chiflado que sentía debilidad por el arte, cerca del lado, junto a la cascada. Siempre les acompañaba un lienzo que volvía cada tarde lleno de colores y terminaba cada noche en la cuadra, junto a caballos y sirvientes.

Esa tarde de marzo, doce años después de la muerte de su abuelo, decidió coger un lienzo y enfrentarse a él. Lo observó, lo analizó e intentó plasmar en él su vida, sus vivencias desde aquellas tardes coloridas de su infancia. Horas después seguía sin poder trazar ni una sola línea, pero eso ya no le importaba, lo que realmente le alteraba era que siguiera blanco, impoluto. Las lágrimas empezaron a deslizarse por sus mejillas y la inevitable comparación del lienzo con su vida giraba sin cesar dentro de su cabeza. Minutos más tarde, alguien llamó a la puerta, era su madre recordándole que venían a cenar los Duques de Santro y que su hija estaba muy interesada en él. La puerta se cerró y la mujer no se percató de la tristeza de su hijo. Los años siguieron pasando pero las cosas permanecieron estáticas, nada cambió.

Irene Cantó Alamá

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Vivía casi siempre en el campo, en un gran palacio, con aspecto de castillo feudal, donde el más aristocrático señorío, se mostraba por todas partes.

Lo que más le gustaba era tener invitados y mirar por el gran ventanal de la sala de armas cómo se acercaban torpemente por el laberinto del jardín que precedía al palacio, volviéndose locos por intentar salir de él.

Mandó construir este decorado, a raíz del suceso que le ocurrió hace ya algunos años y que le cambió la vida por completo.

Le invitaron a una recepción en el palacio de Versalles para debatir y solucionar conflictos, que posteriormente terminaron con la famosa Revolución Francesa.

Cuando se personó en el palacio, le llamó poderosamente la atención un jardín en forma de laberinto que le llamaba a voces visitarlo.

Fue tal su curiosidad, que prácticamente se quedó encerrado allí, llegando tarde a la reunión, salvándose milagrosamente de la masacre que se produjo en su interior y que inició esta revolución.

Con el paso del tiempo, quiso hacerle un homenaje a la casualidad y lo hizo en forma de jardín laberíntico, en el que pasa la mayor parte del tiempo recordando el acto que forjó su destino.

Ricardo Roca

REGRESO A CASA

Hace cinco años preparaba mi maleta para empezar lo que sería una nueva etapa en mi vida. Entonces tenía 26 años y hacía pocos meses que había terminado la carrera – vocación tardía-.

El viaje me inquietaba y fascinada por partes iguales, no por el trayecto ni por la distancia, sino más bien por la actividad que iba a realizar allí. No puedo decir que fuese la ilusión de mi vida (aun hoy no me atrevería a decirlo), pero sí sentía cierta excitación.

Cuando llegué me pareció revivir la escena de aquella película de Cantinflas “El profesor”, no por el recibimiento que me dieron, pero sí por lo agotada que estaba del viaje y por lo pequeño del pueblo.

Soy maestra, y mis primeros cinco años como tal, los he desempeñado lejos de aquí. Cinco años fascinantes, con alegrías, penas, añoranzas, ganas de volver, de no hacerlo y un millón más de sensaciones que no sabría ni cómo empezar a describir.

Ahora regreso, mis miedos se van disipando y mis expectativas se van cumpliendo para alcanzar mis metas.

Sheila Gómez Estruch

NO SABIA EL QUE PODIA ESCRIURE

No sabia el que podia escriure, no ho sabia fins fa un moment.

Quan ens han dit que calia contar alguna cosa sobre nosaltres mateixos, he pensat immediatament en les meues circumstàncies personals, com no fer-ho si elles m’han dut ací?

Però escoltant a una de les companyes he canviat d’idea: he pensat que millor contava el que em va passant pel cap en aquest moment, ja que les penes les he deixat aparcades a l’entrada i ja les arreplegaré a l’eixir. De moment, prou és que veig davant de mi moltes possibilitats en les paraules que ens han dirigit.

He posat moltes esperances en aquest taller i he imaginat un ventall de coses bones, d’altres no tant i d’altres gens agradables i de moment les tinc al davant, encara sense estrenar, embolicades en els papers de colors que he dut amb mi.

Això si, tot no va a ser fàcil i potser el pitjor vinga ara mateix, perquè llegir les meues coses davant de tots em costarà molt, com també em costarà escoltar el que opinen els altres sobre els meus textos perquè sempre he estat prou susceptible. Bé, altra cosa en la que s’haurà de treballar...

Amparo Pérez Boix

EL ALBORNOZ

Descubrió el albornoz en el cubo de la basura, parecía manchado de sangre. Eusebio quedó preso de pánico, lo asió lentamente para comprobar lo que había descubierto, lo desplegó desde la ancha orilla del cuello y ladeándolo de un lado a otro intentó comprobar si ciertamente aquella mancha era sangre humana. Esto no hacía más que acentuar sus sospechas, llevaba varias semanas observando desde la ventana de su habitación a la extraña pareja que tenía como vecinos.
Ella era delgada y rara era la vez que le daba los buenos días. Él, en cambio, parecía muy serio, autoritario y su mirada siempre estaba perdida.
Dos días después del hallazgo del albornoz, cuando Eusebio estaba desayunando recordó que había olvidado la redacción de Lengua que le había pedido la señorita Márquez. Volvió a su cuarto y mientras la buscaba oyó crujir las tablas del suelo y llamó a su madre. En ese momento recordó que no estaba en casa, hacía poco que había entrado a trabajar en el hospital. Se asomó a la escalera y vio a la vecina subir con una antorcha. Corrió a su habitación e intentó cerrar la puerta sin éxito, el pestillo estaba roto. Asustado, se zambulló debajo de su cama. La puerta se abrió con un rechinar de bisagras y una voz dulce empezó a llamarlo: “Eusebio, Eusebio, ¿Dónde estás?”, tras unos segundos de duda reconoció la voz de su madre y salió de debajo de la cama gritando: “Huye mamá, huye, es la asesina”. Para su asombro, cuando alzó la vista, un grupo de personas, entre familiares y amigos, comenzó a cantarle: “Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te deseamos Eusebio, cumpleaños feliz”. La vecina sujetaba la tarta de fresas con las 8 velas encendidas.
Llorenz Bustos, José Manuel Castellá, Sheila Gómez Estruch,
Nacho Castelló, José Andrés Mayor, Irene Cantó

martes, 6 de septiembre de 2011

TALLER DE PALABRAS 2011

JOSEFA GARCÍA MIÑANA- 5 DE SEPTIEMBRE




domingo, 28 de agosto de 2011

FRANCISCO ESCRIVÁ COSTA- 22 DE AGOSTO





ANA MARÍA ORTA- 29 DE AGOSTO



RICARDO ROCA - 8 DE AGOSTO







VICENTE LUCIO FERNÁNDEZ DE LA PARRA- 15 DE AGOSTO






jueves, 28 de julio de 2011

GEMA HERNÁNDEZ ORQUÍN - 25 DE JULIO





MARÍA JOSÉ FRASQUET TODOLÍ - 1 DE AGOSTO



martes, 12 de julio de 2011

PEPE TEJADA - 11 DE JULIO





JOSÉ CLIMENT - 18 DE JULIO


sábado, 4 de junio de 2011

PREMIO ALUMNOS CASTELLANO

HUÍDA A ÁFRICA

Gema Hernández Orquín

Nada conseguía traspasar la burbuja de espacio y tiempo en la que estaban inmersos los dos hermanos: ni el tráfico, ni el griterío de una fila de escolares que cruzaban la calle, ni la alarma de un coche aparcado frente a aquel bar.

Sentados frente a dos cafés, ambos tenían la mirada perdida, mientras uno asimilaba la noticia y el otro corroboraba su decisión en silencio.

Fernando rompió el momento — Entonces, ¿estás seguro? ¿lo has pensado bien? Sabes que si quieres puedes venir a casa un tiempo, María y los niños estarían encantados de que vivieras con nosotros, hay sitio de sobra y —Carlos interrumpió.

— Me voy Fernando, lo tengo muy pensado, necesito cambiar de aires, de trabajo, de casa, de vida. Se que parece una huída y lo es pero no puedo seguir viviendo en esa casa, dormir en nuestra cama, pasar por delante del colegio de Sara, no puedo.

Carlos, era el pequeño pero el más alto y había sido un hombre de complexión fuerte. Muy deportista, después de la tragedia había perdido mucho peso, había empequeñecido.

“Perder a tu mujer y a tu hija en un accidente de tráfico y salir completamente ileso es demasiado insoportable y más para un médico de profesión” pensó Fernando. Le entristeció pero no le sorprendió la decisión.

— ¿Has pensado dónde vas a ir?

— África.

— ¿Pero dónde exactamente? —Insistió Fernando

— A Lesotho. Mi compañera de planta Ana ha colaborado con Médicos sin Fronteras durante años. Me ha contado que el país, pese a ser fronterizo con Sudáfrica, es de los más pobres, está azotado por el VIH y la tuberculosis y los pocos médicos locales que hay se están yendo. Ya tengo el billete, me voy el lunes por la mañana.

Apuraron el café, salieron del bar y de pie, ante la puerta, se fundieron en un abrazo tan fuerte como si éste les ayudara a compartir el dolor.

— Cuida de mamá y papá, ellos ya saben lo de mi marcha y no me han puesto ninguna objeción aunque sé que están angustiados. En Lesotho no hay guerras tribales pero hay malaria, tuberculosis y sida. Os prometo que tendré mucho cuidado. Esto no es un suicidio lento, de verdad hermano, si quisiera hacerlo lo habría hecho ya.

Llámame, Carlos, no importa la diferencia horaria, quiero saber de ti.

Había oscurecido. Los hermanos tomaron rumbos opuestos.

Fernando volvió a casa, con su familia, a buscar en Internet todo lo referente al país donde volaba Carlos en unas horas. “Lesotho, espero que todo esto valga la pena, quiero recuperar aunque sea un pedazo de lo que fue mi hermano, quiero volver a jugar un partido de volley con él” rumió mientras buscaba las llaves de su coche.

Carlos, que desde el accidente no conducía, prefirió volver a casa caminando. Caminar le relajaba, observar la vida a su alrededor, una vida en la que el había formado parte hasta hacía muy poco y con la que ya no se identificaba. “Los inquilinos entran mañana, tengo que acabar de bajar las cajas al trastero”. De repente le invadió una sensación amarga, un profundo sentimiento de culpa.

Desde que preparaba su viaje a África no había pensado tanto en su mujer y su hija, ni en el accidente, ni en los desesperados minutos en los que intentó reanimarlas aquella fatídica mañana. Se sintió mal, muy mal, quizás era eso a lo que se refería su psiquiatra cuando le hablaba del proceso que debía atravesar. “Duelo y cambio de vida, de rutina”. La voz de una mujer joven que empujaba un carrito de bebé le devolvió a la tierra.

Me deja pasar, por favor.

Disculpe, pase, pase. —Contestó Carlos un poco aturdido.

La observó alejarse.

Cuando llegó a casa no pudo dejar de sentir esa desolación, estaba vacía, inhóspita, toda su vida anterior en cajas de mudanza: unas para beneficencia, otras al trastero y dos maletas junto a la puerta, las que llevaría consigo en su huída a África. “Hoy tomaré sólo un tranquimazín, mañana será un día duro y quiero estar despejado”.

La despedida, que le habían preparado los compañeros la noche anterior, había sido larga. Suponía que iba a ser un café y unos dulces en la sala de descanso pero al final acabaron en el bar de Miguelón, tomando unas copas y recordando historias de planta. Todos querían asegurarse de que Carlos estaba bien y de que sabía lo que hacía.

Medina, el médico adjunto, le había mostrado su preocupación. Iba a tener que viajar solo pero le recibirían en el aeropuerto de Moshoshoe y le llevarían a la capital, Maseru, a tan sólo veinte kilómetros. Todos se había pasado la noche dándole consejos: cómo llegar al centro de la ONG en Maseru, por quién preguntar, costumbres, protocolos de seguridad para evitar contagios.

En cuánto tomó asiento en aquel gigantesco jumbo de la South African Airlines cerró los ojos, “Me quedan doce horas de vuelo, ocho mil doscientos kilómetros, necesito descansar un poco”.

Cuando parecía que aún no llevaban ni una hora de vuelo, aunque habían pasado tres, una belleza africana de grandes ojos y piel muy negra le despertó:

— Señor, señor, disculpe ¿desea leer algo? tenemos The Guardian, The Daily Telegraph, Lesotho News.

Lesotho había sido una colonia británica y se notaba incluso los olores que había percibido nada más entrar en el avión, eran evocadoramente british, mantequilla, fish and chips, lavanda …

— ¿Toda la prensa es en inglés?

— Si, señor. ¿Desea prensa en castellano? —Contestó la joven.

—No, deme algún periódico local, me pondré al día, gracias.

Carlos no daba crédito. Noticias como “Un diamante blanco de 185 quilates ha sido encontrado en la mina Letseng“ o “El 70 % del agua potable que se consume en Sudáfrica procede de los recursos naturales de su país cofronterizo Lesotho”, compartían las páginas de los periódicos con otras como “ Se prevén grandes inversiones en el sector agrícola de Lesotho, fuertemente afectado por la sequía ” o “Thaba Tseka es uno de los distritos más afectados por el VIH/SIDA de Lesotho. Los niveles de orfandad se disparan.”. Incomprensible. Aquellas noticias tan contradictorias le infringían más dudas sobre lo que iba a encontrar. Entre pensamientos, dudas, nostalgia y miedo a lo desconocido se quedó profundamente dormido.

Un fuerte dolor de oídos le despertó, “Parece que estamos descendiendo”. El enorme Jumbo de SAA empezaba su inmersión entre una espesa masa de nubes.

Había leído mucho sobre la tierra a la que volaba y, sin poder evitarlo, había evocado unas imágenes un tanto cinematográficas sobre su primera visión de las tierras africanas pero lo que empezaba a divisar no se parecía en nada a aquello.

Ni inmensas estepas, ni animales en libertad, ni enormes baobabs, veía un paisaje rocoso de tierras oscuras, modestos edificios diseminados y algunas estribaciones de cadenas montañosas, ¿las Dragensberg de las que tanto había leído, quizás? Realmente no era su visión preconcebida de África.

Una vez en tierra y mientras esperaba sus maletas junto a la cinta transportadora, le pareció divisar entre el gentío de la recepción a un joven con una cartulina en la que parecía poner su nombre Doctor Carlos Carriedo, recogió las maletas y se dirigió hacia él.

—Hi, I´m Dr. Carriedo.

Un joven bantú, extremadamente alto y delgado cuya única vestimenta era un manta y unas sandalias, se presentó a Carlos en un perfecto inglés:

— Soy Ntsu, voy a ser su chofer /guía durante su estancia.

Subieron las maletas a un 4x4 y emprendieron camino a Maseru mientras Ntsu le contaba a Carlos sobre el orgullo de su ascendencia bosquimana, de la labor tan valiosa que estaba haciendo la ONG en su país y lo orgulloso que estaba de trabajar para MSF. Carlos le observaba al tiempo que intentaba distinguir algo entre la polvareda que levantaba aquel viejo Land Rover.

— Ntsu ¿es que no hay ninguna carretera asfaltada desde el aeropuerto hasta la capital?

— Es una hora problemática para la entrada a la capital y este camino de ganado, aunque deteriorado, es más rápido.

Ntsu dejó de hablar, paró el coche en medio de la nube de polvo y se volvió a Carlos con una mirada vidriosa y suplicante. Un pánico atroz invadió a Carlos, ¿y si la acreditación era falsa?, ¿y si aquel joven pertenecía a una mafia y lo acababan de secuestrar?,¿y si…?

— ¿Por qué paras? —preguntó.

—Doctor, discúlpeme, sé que le esperan en la Organización y que esto que voy a hacer es totalmente anormal pero debo pedirle un favor. Quiero pedirle que vea a mi niña; hace días que tiene fiebre y mucha tos, no come, no la puedo llevar a la ciudad porque pondrán a toda la familia en cuarentena y yo me quedaré sin trabajo. Por favor, Doctor, haré todo lo que me pida.

De inmediato Carlos recordó la noche anterior a su partida, Medina le había puesto sobre aviso “No te involucres en los casos, sé todo lo objetivo que puedas, no recibas obsequios a cambio o estarás vendido “. Esa, justamente, era la situación a la que Medina se refería y estaba sucediendo ya, mucho antes de lo que él esperaba.

—¿Qué hacer? Soy un médico, intento salvar vidas, cómo no involucrarme en el caso de Ntsu. Es un desconocido pero va a ser mi sombra durante estos meses —pensó.

— Está bien, tranquilízate, la veré pero no te prometo nada, si es necesario habrá que llevarla a un hospital ¿Dónde está la niña?

— En Tsuang, Doctor, la aldea donde vivo con mi familia.

Tsuang era un pueblo de pequeñas chozas a medio camino entre el aeropuerto y Maseru. Cuando llegaron, un griterío de niños los recibió, pedían algo que a Carlos le era familiar .

— Si, Doctor, piden chupa-chups, los niños de la aldea saben que trabajo con médicos españoles y ellos siempre traen esos caramelos con palo, a los niños les encanta.

Ntsu detuvo el coche delante de su choza, una de las más grandes. Llamaba la atención entre tanta pobreza una enorme antena parabólica en el techo. Se notaba que aquel joven bantú era un hombre con suerte al trabajar para la organización.

Carlos empezó a entender las súplicas de Ntsu, era realmente un privilegiado. Se dirigió al maletero del 4x4 y cogió su maletín.

Al entrar a la casa de Ntsu, percibió un olor muy peculiar, penetrante, especiado, eran unas hierbas que hervían en el fuego, probablemente para la pequeña. No le gustó lo que vio: la piel de la niña estaba llena de placas rojizas y parecía que llevaba tiempo en ese estado.

— Hola pequeña ¿Cómo te llamas?

— Nandi, me llamo Nandi

— Ayer cumplió ocho años — dijo Ntsu

— Sí, ocho —dijo la niña mostrando ocho dedos de sus pequeñas manos.

“Es justo la edad que cumpliría Sara si no...” pensó. Se incorporó y dijo a Ntsu:

— La curaremos Ntsu, te doy mi palabra.

Y mirando una pequeña pulsera de hilo de colores, que lucía en su muñeca y que tiempo atrás le había regalado su pequeña Sara, repitió:

—Te doy mi palabra Sara, hija, la curaremos.

ACCÉSIT ALUMNOS CASTELLANO

ÁFRICA EN UN ABRAZO

María José Frasquet Todolí


Lucía entró en el centro de salud. Nerviosa, con el pequeño en brazos, se dirigió a la ventanilla de urgencias. Las palabras le salían atropelladamente, mi hijo esta mañana ha despertado devolviendo y con fiebre.

— Nombre por favor, —le cortó la auxiliar con impaciencia.

Intentó serenarse, estaba asustada, su pequeño nunca había estado enfermo. La enfermera no tardó más que un par de minutos en completar el formulario, sin embargo a ella le pareció una eternidad. Sintió ganas de llorar. Ni una palabra de aliento, ni un gesto amable, tan sólo un escueto, “ya le llamarán”. Se sentó en la sala de espera, y con sumo cuidado acomodó al niño en sus brazos mientras le susurraba tiernas palabras.

A medida que pasaba el tiempo, la angustia de la joven iba creciendo. Miró el reloj, llevaba tres cuartos de hora sentada con el cuerpo dolorido y los nervios a flor de piel. Una vez más, dirigió su mirada al mostrador. En ese momento, la enfermera hablaba animosamente con una extraña mujer vestida con una túnica multicolor y un llamativo tocado por el que asomaba el cabello recogido en trencitas. Cogida de su mano, una niña de corta edad seguía la conversación muy seria.

Con paso seguro y la cabeza bien alta, entró en la consulta sin esperar su turno. Una mezcla de curiosidad e indignación se apoderó de ella. Había llegado antes, se suponía que aquello era Urgencias y, por lo que parecía, aquella arrogante no tenía prisa alguna. “De fuera vendrán que de casa te echarán”, musitó con sarcasmo.

Al oír el nombre de su hijo salió disparada. La rabia que había ido acumulando le impidió ver a la mujer que salía en ese momento. No llegaron a tropezar. Unas manos la sujetaron con delicadeza. ¿Se encuentra bien?, oyó que le preguntaban. Abrumada levantó la cabeza. Unos enormes ojos negros la miraban. Por un momento no la reconoció. Aquel bello rostro de mirada serena, aquella dulce sonrisa, nada tenían que ver con la mujer soberbia que se había colado minutos antes. Lucía, incapaz de articular palabra, asintió con la cabeza y entró en la consulta. Ya no estaba enfadada, no acababa de comprender lo ocurrido pero algo, en su interior, le decía que ese encuentro tenía mucho que ver con su repentino cambio de humor. Por primera vez en toda la mañana, sintió que nada grave le ocurría a su pequeño.

Al salir del hospital la vio. Sentada en un banco, con los ojos cerrados, parecía disfrutar del sol. y no resistió el impulso de sentarse a su lado. Como si le hubiera estado esperando, lentamente abrió los ojos y le sonrió “me alegro de que los dos estéis bien, tú y tu hijo”. Acto seguido, como lo más natural del mundo y en un español bastante correcto, se presentó: —yo soy Salamatu y ella — señaló a la niña que jugaba con una muñeca— es Naima.

Hechas las presentaciones, se pusieron a hablar con la familiaridad de dos buenas amigas. Salamatu reía ante la insaciable curiosidad de Lucía que no paraba de hacerle preguntas sobre su vida, su país. Ella misma reconoció que necesitaba hablar con alguien sobre los suyos, de su existencia en aquella remota tierra. Sin darse cuenta, las palabras iban saliendo por sí mismas, sin esfuerzo alguno.

Al igual que los chamanes de su tribu, Salamatu empezó a relatar su historia como si de una hermosa melodía se tratara. Pertenecía a una tribu llamada peul cuyo campamento se encontraba al sur de Níger, en un lugar llamado Kougga Zhadyilinam. Su marido tenía otras dos mujeres, aunque, sonrió con timidez, hubiera preferido ser la única.

Sus hermosos ojos se iluminaron al mencionar a sus otros cuatro hijos, tres varones y una niña. ¡Cuánto los echaba de menos! Ella era feliz en su tierra, con su pobreza. Nunca le importó el duro trabajo ni las precarias condiciones en que vivían. Era dichosa, sin más, en plena armonía con la naturaleza. Salamatu guardó silencio.

Toc, toc, toc, el golpear del palo sobre el mortero de mijo, resonaba en su corazón. Sintió que estaba en su hogar, en una de aquellas noches de África, bajo una increíble bóveda de millones, brillantes y cercanas estrellas. Se vio, de pronto, sacando agua del pozo, arremangada su túnica, mientras las niñas reían y bailaban, un suave carraspeo le devolvió a la realidad. Con una triste sonrisa tranquilizó a Lucía que le miraba con preocupación, no te preocupes, estoy bien. Es que fue muy duro dejar mi país, despedirme de mi familia sin la certeza de volver a verles pero lo peor fue no poderme traer a los otros niños.

Ambas guardaron silencio. Seguían sentadas, sin mirarse.

El tintineo de sus trencitas, alborotadas por una suave brisa, devolvió a Salamatu su natural alegría y llena de optimismo reanudó su historia: habían transcurrido dos años desde aquel día en que su vida cambió por completo con la llegada al campamento de una expedición. Eran tres hombres y dos mujeres dispuestos a estudiar los efectos de la globalización entre algunos de los pueblos “menos contaminados”.

Desde un principio, se quedaron cautivados por la amabilidad de aquella gente que con tanta generosidad les permitían entrar en sus hogares y en sus corazones. Lamentablemente, pronto descubrieron las numerosas enfermedades infecciosas que asolaban sin piedad a los habitantes de aquel árido lugar. Sintiéndose en deuda, trataron de aliviar el dolor de aquel pueblo que con tanto cariño les había acogido, sin poder evitar un amargo sentimiento de impotencia ante esa cruel realidad. A pesar de sus esfuerzos, muchos acabarían muriendo. Sin embargo, aquella gente admirable aceptaba la muerte con naturalidad. Sólo era un paso para poder disfrutar de una nueva vida en la que renacían con más fuerza y vigor.

Salamatu creía en ese paraíso del que tantas veces había oído hablar a sus mayores, pero su pequeña aún tenía mucho que ofrecer en esta vida. Se negaba a quedarse de brazos cruzados mientras su pequeña se apagaba poco a poco.

Fue en uno de aquellos encuentros con la psicóloga española, mientras conversaban sobre el papel de la mujer en la tribu, su sexualidad, los hijos, cuando Salamatu se armó de valor y le pidió ayuda. Estaba dispuesta a todo por salvar a su hija.

Unas semanas más tarde, Salamatu y Naima viajaban, junto a la expedición, rumbo a España. La esperanza de ver a su hija curada aliviaba la congoja que sentía por todo lo que acababa dejar atrás.

Lucía sobrecogida, no osaba abrir la boca. Ahora empezaba a comprender el aire de superioridad. Su aparente altivez era algo innato en aquella mujer luchadora y valiente.

Orgullosa por la herencia que había recibido de sus antepasados, por aquellos valores que se habían transmitidos intactos desde tiempos inmemoriales, sólo pretendía honrar a su raza. Allí, sola, en un país desconocido, había descubierto las nuevas enfermedades de la civilización: depresión, estrés, prisa, insomnio.

Sin darse cuenta, el tiempo había pasado volando. Lucía hubiera querido seguir recorriendo aquel hermoso continente de la mano de su amiga. Sí, su amiga.

Se sentía avergonzada por juzgarla tan injustamente. Salamatu, de pie, le sonreía:

—Hay tantas cosas que nos dejamos por el camino, — le dijo acariciando la cabecita de Carlos que dormía plácidamente —No dejes que las prisas, los problemas, te impidan disfrutar de un bello atardecer.

Llamó a su hija dispuesta a irse, pero Lucía le cogió la mano, ¿nos vemos mañana?, casi le imploró. Por primera vez empezaba a cuestionarse su vida.

Salamatu le había abierto una puerta invitándole a entrar, insegura, intuía que una vez la franqueara ya nada sería igual. Mientras le oía hablar de sus costumbres, sus ritos, las continuas luchas ante las adversidades, cómo engañaban al hambre con bailes y fiestas, sentía que había pasado por la vida de puntillas, apenas sin vivirla.

En aquel apasionante viaje por África había disfrutado de la libertad, sentido emociones y sensaciones hasta ahora desconocidas. La dulce voz de Salamatu interrumpió sus pensamientos, si quieres nos vemos mañana. Todos los días vengo a la misma hora. Naíma lleva un control muy estricto.

Lucía se levantó pero no se decidía a marcharse, ¿cómo lo haces?, ¿nunca dejas de sonreír? Salamatu, riendo abiertamente, le contestó, —mi abuela siempre decía que muchas personas se pasan la vida buscando la felicidad, como si de un tesoro se tratara, y en su afán por encontrarla, mueren sin haber vivido, sin comprender que ésta se encuentra en nosotros mismos. Sólo dando, dándonos a nosotros mismos, conseguimos ser felices.

Un hombre que paseaba con su perro se quedó extrañado contemplando aquellas dos mujeres tan distintas. Lucía, riendo, gritó, ¡llevaba tanto tiempo sin poder abrazar a mi hermana!

PREMIO ALUMNOS VALENCIÀ

L'AMOR VIATJA AMB AVIÓ

Francisco Escrivá Costa

Va girar el cap clavant els seus ulls de pantera sobre mi. Em veia vindre tal reacció des que vaig veure passar volant, des del pupitre de darrere, una gran bola de paper que va impactar en la seua esquena. Joan es va arraulir per amagar-se, deixant-me tot sol davant la seua mirada d'enfurida felina. Supose que la meua cara de panoli no m'ajudava a demostrar la meua innocència. Vaig amenaçar de mort a Joan, lliscant el dit sobre la meua gola; ell silenciosament reia. Era el primer dia de classe i he de reconèixer que em vaig quedar atordit en veure entrar aquella xiqueta. Tenia la pell de color xocolate, un cabell rogenc i pompós i un nom que em tenia intrigat. Segurament, ara m'odiaria per culpa del graciós de la classe, però d'altra banda, tenia l'excusa perfecta per parlar amb ella en el pati, si les estranyes pessigolles que tenia en el meu interior no m'ho impedien. Amb les cames tremoloses, vaig donar les pertinents explicacions i vaig delatar, sense cap remordiment, al verdader llançador del meteorit. A partir d'aquell matí de setembre, l'Àfrica i jo vam ser inseparables. Anàvem junts al col•legi, fèiem els deures, anàvem al parc, als recreatius; però el que més m'agradava era anar a sa casa. Era com un museu de caretes ancestrals, llances i milions d'estatuetes en què, segons contava sa mare, habitaven esperits.

L'Àfrica havia nascut a París, però prompte se'n va anar a viure a Barcelona i després d'onze anys en la Ciutat Comtal, a son pare, pilot d'avions de passatgers, li van proposar anar a València a treballar. Tenia un enorme despatx ple de mapes i avions penjats del sostre per fils fins, donava la sensació que volaven per l'habitació buscant on aterrar. Sa mare, de la qual havia heretat el seu cabell, sempre anava amb túniques de colors vius; ens preparava galetes de sèsam, bevíem te i ens relatava llegendes d'Àfrica, sobretot ens parlava de la seua enyorada Kenya. Jo em submergia en un món de fantasia, d'encara hui sense escapatòria. El curs em va passar volant, les vacances d'estiu estaven ja prop, i com cada any la iaia ens esperava en el seu apartament de la platja de Gandia, per passar amb ella uns mesos. Aquell any no em venia de gust anar-hi, volia quedar-me amb la meua amiga, poder baixar de nit al carrer, escoltar increïbles històries mentre berenàvem asseguts a l'estora de pell sintètica de tigre.

Que res canviarà, que tot seguirà igual... però va ser impossible convèncer els meus pares de quedar-nos a la ciutat i a principis de juliol ens n'anàrem, no sense abans dedicar-nos alguna plorera. Vaig descobrir que m'havia enamorat.

Els dies em passaven lents sense la companyia d'Àfrica, m'avorria en la platja, feia passejos melancòlics amb bici, sense cap direcció. Els amics de tots els estius només pensaven a pintar grafits i jo em quedava en casa llegint tot el que queia a les meues mans que parlara del continent que em tenia fascinat. A mitjan d'agost, vaig decidir actuar i vaig convèncer els meus pares de convidar-la a passar uns dies amb nosaltres.

La cride per telèfon i li entusiasme la idea Així, van arribar els millors dies de tot l'estiu. Ens banyàvem fins a arrugar-nos, amb la barca inflable ens imaginàvem recorrent el Nil rodejats de cocodrils, ens afartàvem de gelats i rèiem recordant les estranyes supersticions del Congo que ens contava sa mare. Però l'última nit, em va donar una notícia terrible de la que vaig tardar anys a recuperar-me. ¡El pròxim curs tornava a França! Son pare havia demanat el trasllat, els seus iaios estaven molt majors, necessitaven de la seua cura.

Han passat vint anys, treballe per a una ONG recorrent Àfrica en ajuda humanitària. Fa unes setmanes em trobava al Caire amb tres companys, a la Plaça de la Llibertat. Hi havia milers de persones però jo només em fixava en una: en la reportera de la BFM TV que explicava en viu per a tots els francesos, el que estava succeint en aquella plaça on la gent no deixava d'acudir en senyal de protesta. Aquella xica de llargues cames, cabell rogenc i pompós, em resultava familiar i en acabar la transmissió, vaig cridar fortament el seu nom. Ella, amb els seus ulls de pantera, em va tornar a mirar!

Escric estes línies mentre sobrevole l'oceà Atlàntic, me'n vaig a París, me'n vaig de cap a Àfrica.