viernes, 24 de diciembre de 2010

TEMPS DE NADAL




TEMPS DE NADAL
Villancico de Pilar Viñao, Paco Escrivà y Araceli Banyuls

En aquest temps de Nadal
ha nascut un xicotet,
si em preguntes com li diuen,
et diré que el Jesuset.
És nat en un portal,
està nevat i fa fred.
Els alumnes del Taller
li oferim aquests versets.
Ja cantem, ja bevem,
ja estem calentets,
mengem polvorons
i bevem vi moscatell.
Ja ha arribat el Nadal
al Taller de Creació
i Adriana ens ha fet crear
aquesta nadala amb humor.
I després tots junts
la cantem amb il·lusió
per a desitjar-vos a tots
Bon Nadal i millor Any Nou.

*******

LOS CINCO PASTORCITOS DEL TALLER

Villancico de Julia Vidal, Mª José Frasquet, Pepe Climent, Alicia Moeller y Lola Júdez.

Venimos aquí a las cinco,
fum, fum, fum.
Y escribimos entre cinco,
fum, fum, fum.
Llegamos con ilusión
De ser famosos un montón
Seguimos normas de Adriana
Porque a ella le da la gana,
fum, fum, fum.
Ya viene la Navidad,
fum, fum, fum.
Con turrón y mazapán,
fum, fum, fum.
Ya las panderetas suenan
Si te acercas al Portal
Y los cinco pastorcillos
Cantan juntos a corrillo,
fum, fum, fum.
Si lotería no toca,
fum, fum, fum.
A ninguno nos importa,
fum, fum, fum.
Porque alegría nos sobra
Tanto en verso como en prosa
Y desear felicidad
Esta bella Navidad, fum, fum, fum.



*******

LOS CINCO ESCRITORCILLOS
Villancico escrito por María José Almeida, María Luisa Munuera, Rosario Berga, María Luisa Picornell y Pepe Tejada

Pero mira como vamos
todos al taller,
pero mira como vamos
con ganas de aprender.
Escribo,
corrijo
y vuelvo a corregir,
entre puntos y comas
volvemos a escribir.
Adriana nos insiste,
que pongamos los acentos
y los puntos suspensivos
olvidemos de momento .
Pero mira como vamos
todos al taller,
pero mira como vamos
con ganas de aprender.
Escribo
corrijo
y vuelvo a corregir
entre puntos y comas
volvemos a escribir.
En el certamen de Enero
pensamos participar,
con los textos que escribimos,
vamos seguro
a ganar.
Pero mira como vamos
todos al taller,
pero mira como vamos
con ganas de aprender.
Escribo corrijo,
y vuelvo a corregir,
entre puntos y comas
volvemos a escribir.
Los alumnos del taller,
esperan con ilusión,
que el 2011 que entra
escribiremos mejor.

lunes, 20 de diciembre de 2010

CURIOSIDAD INFANTIL

(Fotografía Human Watching)


Luisito suele ir con sus papás al final de la playa donde hay menos gente. A él le gusta mucho el mar y sobre todo, jugar con la fina arena.

Hoy ha bajado a las once. Mientras sus padres nadan o leen en sus hamacas, él, con su gorrito, excava un gran hoyo para sentarse dentro.

¡Ha tenido suerte! Enseguida le ha salido un poco de agua en el fondo y así puede erigir una gran muralla con almenas alrededor de su refugio. Cuidadosamente, va sacando arena mojada y haciendo hermosos conos que parecen rocas.

¡Ya ha acabado!. Contento y satisfecho se sienta en su interior y con brillantes ojos, observa a su alrededor: una pareja pasea a la orilla del mar; más allá unos niños hacen castillos pero son más feos que el suyo, un bebé quiere comerse la arena y su hermana no le deja.

Lentamente, para no estropear su obra, sale, recoge una cañita, coloca un pañuelo en su extremo y la pone sobre el cono más alto.

Ve a sus padres que le miran sonriendo, él les llama para que contemplen su obra de arte. Se levantan dejando sus libros, pero, al mismo tiempo, pasan dos niños corriendo que rompen su castillo.

Él comienza a llorar pero sus padres le abrazan y los tres juntos vuelven a rehacer el refugio.

Pilar Viñao

Juan y Pedro

El incendio se extendía, cundía el pánico, las sirenas de los bomberos parecían acercarse ¡Qué miedo! ¡Qué horror! Los vecinos tenían el corazón encogido.

Sacaron a una persona, parecía inconsciente, a otra con una tos inquebrantable. Se dirigieron hacia el hospital.

Me llamaron para declarar lo que había visto y tuve que decir la verdad. Desde mi balcón se divisaba el maravilloso jardín de dicha casa, que más bien era una casona del siglo XVIII, muy bien restaurada.

La gente se miraba estupefacta, hasta que descubrió que las víctimas del accidente eran Juan y Pedro, unos actores de primera magnitud. La acción era la base de sus películas, su trabajo era extremadamente perfeccionista, entonces, el simulacro pareció más real que ficticio.

Julia Vidal Martínez

VICTORIA

El movimiento rítmico de sus piernas denotaba la tensión, sentado en el banco del vestuario, con los brazos cruzados, esperaba su turno. Se colocó las muñequeras y respiró profundamente mientras el levantador que le precedía saltaba al parquet.

La megafonía bramó su nombre; la barra con los pesos a los lados ya estaba preparada en el centro del escenario. Se situó delante de ella, no sin antes lanzar una mirada fugaz al público y a ese asiento, vacío por primera vez en mucho tiempo.

Puso sus enormes manos en la barra, flexionó las rodillas, y respiró aprovechando esos escasos segundos de concentración máxima, descargó con un grito ahogado toda su fuerza, la barra se elevó por encima de su cabeza durante los 3 segundos reglamentarios, los 3 segundo más importantes de su carrera deportiva..

Los aplausos atronaron en el pabellón mientras la megafonía anunciaba el nuevo record “210 kilos en arrancada”.

Veinte minutos después, tomaba un taxi en la puerta del polideportivo para dirigirse al hospital, el nerviosismo y la tensión crecían dentro de él y el cansancio empezaba a florecer. Afortunadamente el tráfico respetó su prisa y enseguida llegaron a su destino.

Subió a la tercera planta y preguntó por su mujer. Después de un rato, que se le hizo eterno, una enfermera de blanco inmaculado salió del paritorio con un bebé en sus brazos: una niña de 3 kilos 450 gramos.

La cogió con toda su delicadeza y la elevó por encima de su cabeza durante tres segundos. Esta vez no hubo aplausos pero fueron los tres segundos más bonitos de su vida. Os presentamos a Victoria.

José Tejada

TIERRA TRÁGAME

¡Tierra trágame! —exclamó Alicia, enfundada en su abrigo beige, los dedos agarrotados por el frío buscaban protección dentro de los bolsillos. Del brazo colgaba una bolsa de Mercadona y en ella un termo de caldito bien caliente para pasar esas primeras horas de la mañana.

No puede ser —pensó, la silueta de su amiga Juana se perfilaba cada vez más nítida en la distancia, diluida en las brumas del amanecer. Juana la triunfadora, la personificación del éxito se acercaba hacia donde ella se encontraba.

Huir fue lo primero que pensó Alicia, pero no podía perder la prestación por desempleo, ocultarse era inútil, era la segunda en la cola del INEM que a esas horas, 5:30 de la mañana sólo la componían dos personas más.

Alicia, observaba impertérrita como aquella figura, otrora cómplice y hoy siniestra, se iba aproximando a la misma rapidez que el castillo de naipes, que era su vida, se derrumbaba ante el primer atisbo de verdad.

No, no era empresaria de éxito, no llevaba a sus hijos al colegio alemán, no tenía un Ferrari ni disfrutaba todos los años de unas merecidas vacaciones en su apartamento de París.

Toda esa farsa para encajar en el grupo de Juana, para sentirse una más en aquel círculo exclusivo, para ser la envidia de todas. Todo iba a acabar en cuanto Juana alzara la cara y la viera, cinco metros, cuatro, tres.

Pero Juana no paró. Por increíble e imposible que parezca no levantó la cabeza. Con un quiebro que seguramente le produjera una pequeña distensión ligamentosa pasó por el lado de Alicia sin pararse, porque en la cabeza de Juana, la triunfadora, atronaba una frase agónica: yo pierdo la prestación pero no me paro ni loca.

EL RECREO

La hora del recreo era mi preferida y del abanico amplio de posibilidades que me ofrecía, el primer puesto se lo llevaba: el columpio escolar. El problema era que siempre había una larga cola de compañeras, más rápidas, que me impedían disfrutar de aquel vaivén volador, porque cuando tocaba el timbre para incorporarse a las clases, yo todavía estaba haciendo fila; pero qué alegría cuando conseguía encaramarme en su silla. Era como hablar de tú a tú con pájaros y nubes.

Desde el patio se veía la ventana de la galería de mi casa. Aquella mañana me había dejado en casa, iba a decir los donuts, pero no se habían inventado. Me faltaba mi bocadillo de pan con chocolate Orbea, que me encantaba por su sabor y porque contenía en su interior un cuentecito pequeño con sabor a cacao y fantasía.

Mi madre, providencial, se asomó a la ventana mientras decía —¡Te has dejado el bocadillo! Para después, mandármelo con fuerza desde el tercer piso.

En ese momento yo me encontraba colgada de una barra metálica, sostenida entre dos postes, que era de las que utilizábamos para hacer gimnasia. Al soltarme para coger el bocadillo, tuve la mala fortuna de caer sobre un ladrillo que estaba bajo mis pies. El impacto lo paré con una de mis manos, que, al levantarme, ví que estaba cubierta de sangre.

Tenía un corte profundo en un dedo, por donde parecía asomarse el hueso. Estuve a punto de desmayarme, pero la ayuda de mis compañeras lo evitó. No recibí ningún punto de sutura, pero conservo la cicatriz, que me lo recuerda y el cuento del chocolate, que se titulaba “En alas de la imaginación”.

Lola Júdez López

MIEDO A LA PÉRDIDA

Recuerdo con nostalgia aquellos meses que pasamos todos juntos en la playa. ¡Cómo nos divertíamos! En aquel entonces aun no éramos conscientes del paso del tiempo. ¡Qué de cosas se podían hacer en un solo día!
Ese verano transcurría como todos los vividos en mis ocho años, feliz. En mi inocencia no era consciente de lo afortunada que era. Simplemente, la vida era así, sin más. Probablemente, el que un incidente sin importancia, dejara una profunda huella en mí, se debiera a esa ignorancia de todo aquello ajeno a mi mundo tranquilo y previsible.
El día en que nuestros padres decidieron salir, lo hicimos más tarde de la hora prevista. Como casi siempre. Era toda una odisea ponerse en marcha con diez niños pequeños, si se quería guardar un mínimo de orden y no armar demasiado jaleo. Ya empezaba a oscurecer cuando, por fin, y en fila india, nos pusimos en camino. Nos habían asegurado, que tras un agradable paseo, visitaríamos a Carmen y Vicente, que estaban deseando vernos. Pronto, el agradable paseo se convirtió para mí, en una larga y tediosa caminata. Tenía que idear algo para hacer el camino más llevadero. No me fue difícil adentrarme en una de esas historias que tanto me gustaba leer, donde la protagonista era una heroína intrépida y valiente. Como iba contando los barrotes de una verja de hierro, decidí que sería una espía presa, luchando por escapar de mi prisión. No fue hasta el último barrote, cuando me di cuenta de la realidad.
Era de noche y estaba sola. Ni rastro de mi familia. Mi primera sensación fue de perplejidad. ¿Cómo no se habían dado cuenta de mi ausencia? En ningún momento me sentí culpable por mi despiste. La obligación de mis padres era cuidar de mí. No estaba asustada, mas bien, enfadada.
Caminaba sin rumbo cuando tropecé con una escalera. Subí corriendo, con la confianza de que al fin los había encontrado. Cuando llegue al último peldaño, sólo vi la playa. Seguí subiendo y bajando aquellos escalones, una y otra vez. No me cansaba, ya no estaba enfadada. Mientras seguía como una posesa, escalera arriba, escalera abajo, algo me iba oprimiendo el pecho y empecé a llorar desconsoladamente; era un dolor inmenso, desconocido. Mi cabeza iba a la misma velocidad que mis pies; no entendía nada. Era imposible que mis padres no estuvieran allí. No podía imaginar que ninguno de mis hermanos viniera en mi ayuda. Sin saberlo, esa impenetrable coraza que con tanto amor y empeño habían construido mis padres en el mismo instante en que nací, acababa de romperse.
Fue más tarde, con cada decepción, con cada desengaño, con cada desamor vivido, cuando le pude poner nombre a aquel extraño sentimiento que tanto dolor me causó: miedo a la pérdida.

Mª José Frasquet Todolí

LA PEONZA


Tardé más de un año en conseguir una peonza de las que silbaba. Convencí a mi abuela para que me la comprara en la Feria. Ella quería regalarme unos guantes para el invierno pero dos lágrimas oportunas y unos morritos enfadados la hicieron cambiar de parecer.

Sembré la peonza con mil besos cuando la tuve en mis manos, la pinté en la parte alta con círculos negros y rojos que parecía una diana y le clavé en los laterales unas chinchetas brillantes que, cuando giraba, semejaba una franja de cálido sol.

Pronto aprendí a manejarla con habilidad y, siento decirlo, era la envidia de algunos niños del barrio. La llevaba en el bolsillo o en la cartera del colegio casi todo el tiempo y cualquier ocasión era buena para hacerla bailar en aquellas calles de tierra.

Llegó un buen día mi padre con una bicicleta destartalada que le había dado un amigo suyo, muy mayor, que ya no podía usarla. Y era para mí, me dijo.

Comencé a montar con entusiasmo y la velocidad entró en mi sangre y me poseyó. Formábamos un trío formidable: la peonza, la bici y yo. ¿Carreras con los demás? Bicicleta. ¿Desafíos de peonza? Yo el primero.

El domingo fuimos de excursión por caminos entre bancales, cerca del río. No pude esquivar una piedra grande, me caí de la bicicleta, me rompí la pernera del pantalón por la rodilla y cuando volví a casa me di cuenta de que la peonza había desaparecido. Seguramente cayó por la ladera del río llena de matorrales. Nunca la encontré.

Desde ese día, los domingos no monto en bicicleta.

José Climent