domingo, 18 de abril de 2010

23 DE ABRIL - DÍA DEL LIBRO

Acababa de decidirme a infrigir la ley: ¡iba a leer algo inútilNi más ni menos. Gratuitamente. Transgredir las reglas del investigador, perder el tiempo, leer por placer... ¡Un verdadero crimen!

La secta de los egoístas.

Eric- Emmanuel Schmitt

Bajé por las escaleras de madera con el cuidado de que no retumbaran ni se oyeran mis pasos. Un poco receloso de las miradas furtivas de los cráneos intelectuales que sentía en mi nuca.
Cuando llegué a las estanterías repletas de libros “normales”, es decir, sin formulas cuánticas, ni logaritmos, ni otras sabidurías, me sentí liberado y respiré hondo. Con el placer de ir a cometer una debilidad satisfactoria: leer y a la vez, poder disfrutar.
No quise pararme en la elección de un título determinado. Ya lo miraría cuando hubiera leído un buen puñado de hojas y me sintiera atraído por él. Quería evadir mi mente, no concentrarme en nada concreto, no tener ninguna predisposición al ambiente o desarrollo del libro escogido. Me dejaría llevar por el protagonista o protagonistas de esa historia que había escogido al azar.
Recogí el libro. Lo coloqué debajo de mi brazo y volví a subir a la sala de lectura.
Empecé a leer y a medida que los caracteres recorrían los renglones en las páginas de ese tomo me sentí trasladado a otra dimensión. Desconecté mi realidad y dejé volar mi imaginación integrándome entre los atrezos que se iban desarrollando en la trama literaria.
Me vi andando por un lugar desconocido para mí. Observé que unas figuras se me acercaban y pensé en preguntarles dónde estaba pero cuál fue mi sorpresa cuando según se iban acercando, vi que pasaban por mi lado ignorándome y que todas vestían igual, de claro. Si no llega a ser por las prominencias que se adivinaban en las vestimentas no hubiera sido fácil adivinar diferentes sexos.
Aquello me desorientó.
¿Estaría inmerso en alguna historia de fantasmas?
Quizás me volviera a tropezar con otro grupo y les preguntaría. Esperé un rato. Era inútil, no aparecía nadie más. Así que…
Seguí deslizándome entre los párrafos a la par que las letras lo hacían delante de mi mirada. Decidí adentrarme por un agujero que se describía en la pared y miré. Abrí bien los ojos porque la escena que se mostraba era, una gran sala redonda con asientos de piedra y muchas más figuras como las que me había cruzado.
Se podía notar la oquedad del silencio ambiental, al tiempo que, se oía la voz de alguien que preguntaba en un tono recriminatorio a una de las figuras que destacaba en el centro del círculo, y que repasaba una serie de sucesos.
Desde mi posición de espectador, deduje que se estaba celebrando una especie de juicio. Puse atención, agudicé mis oídos y pude escuchar:
—¿Y por qué no repartió lo que tenía?
—¿Por qué evadió su responsabilidad?
—¿Por qué malgastó su tiempo en cosas vanas?
¡Madre mía!, ¿en qué me he metido? Pensé yo, volviendo, en parte, a mi anterior estadio.
Resulta que, he ido a recoger un libro, supuestamente de aventuras, para librarme de los cráneos sin fuste de mi alrededor y me encuentro con una historia de lo más anodina que me podía imaginar.
¡Qué mala suerte que he tenido. Volveré a mis textos encomendados!
Cerré el libro y volví a mi realidad. Leí que en el lomo decía: “El día del Juicio”.
Retomé con más ahínco mi investigación. Eso sí, con inquietud y con un poco de preocupación en cumplir con mi deber.
¡Por si acaso!

María Luisa Munuera

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Libro rojo con letras violetas: Titulo “El arte de entender a las mujeres “. Sólo el nombre del libro me produjo una carcajada, rápidamente deslice la mirada para ver quién era la autora que hubiese podido escribir semejante chorrada. Entender a las mujeres, ja! como si eso fuera posible. Aquí estaba el nombre de semejante individuo, Manuel Diaz Ruiz. Qué, cómo, ¡no! no podía ser, volví a mirar, Manuel Díaz Ruiz. Mis ojos se abrieron como faros y mis manos golpearon mi cabeza al comprobar que la idea descabellada había surgido de uno de mi especie, del género masculino, de un macho. Pero,¿qué había pasado con los hombres? se habían vuelto todos eso que llaman ahora “gays”. Una gran curiosidad me invadió por dentro, abrí una página al azar del libro y me dispuse a leer: Comparte con tu pareja las labores domésticas, no es ella sólo la que ensucia. Verás como tu relación es más fructífera si os repartís el trabajo.
Espera un momento, qué, Qué. Y qué había pasado con lo de que se levante de buena mañana, te prepare el desayuno, arregle la casa, haga la comida, te ponga las zapatillas, lave, planche, te sirva el coñac, vaya a comprar...Toda la vida había sido así y ahora el capullo este, que me estaba contando!. Estaba en una página echando al traste toda la cultura que tanto esfuerzo les había costado alcanzar a nuestros antepasados. Giré otra página : Compartir aficciones refuerza la pareja.. ¡Ah no!, por aquí no paso. Que ahora tenemos que llevar a la partida de cartas “al lastre”, o a la pesca, o a los partidos de fútbol con los amigos. ¿ Yqué más? Rápidamente cerré el libro, lo guarde en un lugar bien escondido y decidí no volver a leer más libros que no fueran de mi estilo, de la época, de lo medieval.

Mª Rosario Mañez Ferrando

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Abrí el libro al azar y me pareció que las letras, de un tipo corriente usado en la actualidad, impresas en papel vulgar, querían bailar ante mis gafas. Miré por encima del hombro y comprobé cómo mis compañeros, aburridísimos ante sus legajos medievales, se estrujaban las neuronas para descifrar historias caducas que, pensé, a saber a quién podían interesar hoy día. “Progresar o morir” dije para mí. ¿Cómo podía haberme pasado la vida escarbando las miserias muertas de los antepasados?
En el índice de mi nuevo libro miré si encontraba algún capítulo o apartado que me resultara especialmente interesante, agradable aunque, eso sí, algo que fuera totalmente ajeno a la disciplina que me proporcionaba los garbanzos diarios.
Elegí finalmente uno: “Trabajando en el taller”. Antes de terminar la primera página se me escapó una carcajada que revolucionó las calvas medio inertes sobre las mesas de la sala. Sus miradas airadas, disciplinadas, metódicas, miopes, embalsamadoras, frías como el tiempo que se fue, hicieron que me tapara la boca con una mano mientras las lágrimas corrían por mis mejillas.
Pasé la página, y a la tercera línea, nuevamente la hilaridad estalló en mi cerebro, en mi pecho, en mis labios, y una agradable sensación ingrávida de inconsciencia me transportó fuera de la sala. ¡Me importaron un pimiento las nuevas miradas iracundas de los vejestorios que desearon, estoy seguro, que se me tragara la tierra!
Seguí leyendo, no podía parar, las frases fáciles y elementales que me llevaban a situaciones que nunca hubiese podido descubrir entre los mamotretos que habitualmente manejaba. Incluso el lenguaje usado me resultaba especialmente agradable.
Pasé toda la tarde con su lectura, riendo, disfrutando, imaginando escenas imposibles y diálogos esperpénticos pero divertidos. Al fin, casi agotado, con dolor de tripas y la mandíbula medio desencajada, miré a los pobres hombres muertos que se refocilaban entre papeles muertos de historias muertas y pensé que la lectura de aquella tarde, que no servía para nada, me había rejuvenecido y me haría ver el futuro con otras expectativas.
Y me marché de la biblioteca.

Nota del autor. Se me olvidó escribir que el libro que había escogido este señor, era uno de los míos.

José Climent

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Seguía a ciegas cuando abrí aquel libro por una página al azar, sabiendo que no me iba a traer nada nuevo a mi intelecto, ni tampoco me iba a despertar recuerdos ya olvidados, pero todo lo contrario, al empezar a leer, un nudo se me puso en el estómago, toda mi niñez volvía a mi mente desgastada por el paso del tiempo.
Con tan solo siete años, vi morir a mi madre entre mis brazos, mientras bombardeaban Madrid, mi padre hacia semanas que se había marchado y nuestro único sustento era un chusco de pan duro, tan duro que podría haber matado al primero que se me pusiera a tiro, así que cogí a mi hermana pequeña y salimos de aquel zulo y deambulamos por las calles en busca de comida, pero nadie nos hacía caso. Dos niños, como nosotros, pasaban desapercibidos por aquellas calles medio derruidas e incluso por esa avenida tan grande que llamaban Gran Vía. No sé si por el hambre, que me hacía ver espejismos, o por el cansancio de días sin dormir, pero a lo lejos vi a ese que todos llamaban Santa Claus, al acercarme descubrí que era un escritor famoso apellidado Hemingway. Mientras lo contemplábamos, atónitos, junto a otros viandantes, una mujer de túnica negra y pañuelo blanco en la cabeza, que más tarde llamaríamos madre superiora, nos agarró por el brazo, y sin preguntar, nos llevó junto a otros niños y nos dieron de comer. Sin saber cómo ni por qué, María, yo y los demás, estábamos viajando hacia no sé qué pueblo con mar, un mar que no era como el Manzanares, era tan grande, que no se veía la otra orilla, no tenía fin. Estuvimos esperando en el puerto de Gandía para ser trasladados a la Unión Soviética en un barco enorme, sin saber si allí podríamos conseguir una familia de acogida. La espera se nos hizo eterna pero justo antes de embarcar, la familia Morant, de Beniarjo, nos acogió y no tuvimos que hacer aquel viaje a la fría estepa. Mi hermana sigue viviendo en Valencia, lo que me recuerda que tengo que llamarla, y a partir de hoy ya tengo nuevo libro de cabecera. Cogí un bolígrafo que se encontraba en la mesa y escribí en la palma de mi mano, para no olvidarme, titulo y autor de aquel libro de relatos. La letra no era muy buena pero se podía leer: "Haz de luz, Adriana Serlik".

Iván F. Chova

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Observaba atónita la cantidad de libros que me rodeaba, pero aquella tarde no estaba inspirada en la lectura. Salí a dar un paseo y me fumé un cigarrillo. Al regresar, un señor bien puesto, con traje gris y un sombrero llamativo, iba a devolver una novela cuyo título me cautivó: “El cielo azul del mar” de Gloria Durá Vilá. Al entrar la busqué y empecé a leer, me sumergí entre la fantasía y la realidad, me producía mucha intriga, estaba escrita en primera persona y la protagonista era muy peculiar. Tenía inquietud por llegar al final, era emocionante como me despejaba, y me hacía olvidar problemas o al menos buscar soluciones. Me enseñé que la fantasía hasta cierto punto era buena para vivir, ayudaba a relajar la mente, regalando sensaciones que mi interior agradecía. Siempre recordaré al señor cuyo sombrero me llamó la atención, y el cielo azul que reflejaba intensamente por aquel mar donde yo navegaba.


Julia Vidal Martínez

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Una vez en mis manos, dejé sobre la mesa el libro. Volví a sonreír al pensar lo que iba a disfrutar con la lectura. Sólo pensando en que por unos momentos iba a olvidarme de todo lo que me rodeaba.
Pasé por alto el prólogo y me hundí ávidamente en el montón de letras que tenía ante mis ojos. Apenas había leído dos páginas y me introduje de lleno en el tema, me enfrasqué en la lectura sin pensarlo dos veces. A medida que pasaba el tiempo mi sonrisa cada vez era mayor, había acertado en la elección.
Roberto, como así se llamaba el protagonista, había empezado a recoger todos los papeles que estaban esparcidos sobre la mesa del despacho. Terminada esta tarea, nuevamente se sentó delante del ordenador. Estaba interesado en comprobar si le llegaba un e-mail que esperaba. No fue así. Sin meditarlo y con mucho nerviosismo desconectó el aparato, recogió la cartera y abandonó el despacho.
No había pulsado el interruptor del ascensor cuando oyó la voz de su secretaria que le llamaba. Absorto en su preocupación se había olvidado de firmar unos documentos, En su cara se dibujó una mueca de resignación y volvió sobre sus pasos. Diligentemente ella le puso delante esos expedientes cuando se encontró ante su mesa, en los cuales rápidamente estampó su firma. Finalizado el cometido con un gesto se despidió. No obstante, todavía se volvió al llegar a la puerta y con un gruñido le indicó que no intentara localizarle hasta el día siguiente.
Cerrando bruscamente la puerta, llegó al ascensor y cuando salió a la calle intentó absorber todo el aire de que eran capaces de almacenar sus pulmones.
Vio que se acercaba un taxi, estaba libre, con un gesto lo llamó. Sentado ya en la parte posterior del vehículo, dio el nombre de la dirección a la que quería trasladarse. Muy pronto llegó a su destino, pagó y despidió al taxista.
Comprobó la hora en su reloj de bolsillo. Faltaban dos minutas para las seis de la tarde. Como de costumbre llegaba puntual a su cita. Localizó el timbre y pulsándolo espero unos segundos. Se presentó a través del interfono a requerimiento de una voz que escuchó en el mismo. Franqueó la puerta entrando en un espacioso despacho. Una muchacha que le estaba esperando le condujo al final del pasillo y le indicó que pasara al interior de otra estancia.
Realizados los saludos de rigor, su interlocutor, empezó a explicarle, nuevamente, ya lo había hecho cuando lo citó por teléfono, el motivo de la reunión. Roberto le cortó bruscamente, como buen abogado que era intentaba realizar una exposición de los hechos. Sin embargó, él no estaba dispuesto a más explicaciones, había tomado una decisión, por cierto muy meditada. Sólo quería terminar lo más rápido posible. Indicó a su interlocutor que deseaba firmar y marcharse de allí. El letrado le presentó una serie de documentos que tras un vistazo rápido empezó a signar. Estaba firmando la solicitud de divorcio con su esposa.
Se despidió y salió del despacho tan rápido como había llegado. Una vez en el exterior su pensamiento se trasladó en el tiempo muchos años atrás. Se preguntó ¿por qué?.
Terminado el capítulo, cerré el libro y me fijé en lo que ocurría a mi alrededor, las calvas de todos mis compañeros se estaban levantando, habíamos llegado al final de la jornada de trabajo. Volví a sonreír al pensar que al día siguiente continuaría con la lectura.

Alfonso Garrigós

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Ya está. Me sentía feliz. Quería encontrar el instante preciso para proponer a toda esa información que saltase hacia mis ojos, que consumiera mi cerebro, que ahogase mis pensamientos con puñados de palabras. Quería, deseaba, alargar esos momentos de incertidumbre, como quién espera tocar un diamante pero precisa de obtener un grado de solemnidad tal, que transforme esos segundos en extraordinarios y exquisitos.
Con cierto hormigueo en las yemas de los dedos y los ojos cerrados, incliné la mano derecha y abrí el libro rojo de lomo violeta por cualquier página al azahar.
Era un libro de fotografías. Las imágenes de color sepia y los tocados de los personajes lo ubicaban entre los siglos XIX y XX. Una época moderna, para los tiempos por los que yo solía navegar.
Observé el volumen abierto, en la página de la izquierda se hallaba la figura de una mujer morena con el pelo recogido en un moño, una camisa blanca abotonada al cuello y una falda acampanada larga hasta los pies. Su mirada parecía perdida en algún lugar invisible para el espectador.
Justo en la página contigua, la misma mujer pero sin la camisa, con un corsé de puntilla blanco, un liguero, medias negras y unos zapatos de tacón. En su mano portaba un puñal ensangrentado.
¿Qué es esto? , a pie de foto leí: Celeste Blaset.
Noté la sangre en mi cabeza, estaba enrojeciendo, la vergüenza inundaba mi rostro. Parecía increíble. Yo quería leer algo, cualquier cosa para escapar de la lingüística medieval. Y me tropiezo con un montón de fotos antiguas y como colofón en el corazón del libro, la foto de mi abuela muerta hace más de veinticinco años, Celeste Blaset.
Miré a mis compañeros de biblioteca. Temía que me viesen observando las fotos del libro. Ese libro rojo, con lomo violeta, que aplastaba con el vértigo fugaz del tiempo, todas esas investigaciones de años. Ese volumen capaz de envenenar en un “nada” el destino de una vida.

Ana María Orta

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Era una tarde de Diciembre en la Biblioteca Nacional.
Mis ojos se fijaron en dos volúmenes bastante gruesos: El ingenioso hidalgo D. Quijote de la Mancha, el libro más importante de nuestra lengua.
Hacía 20 años que había estudiado a fondo el castellano de la época cervantina, pero nunca había visto su principal obra como objeto de entretenimiento. A partir de entonces, D. Quijote se convirtió en mi libro de cabecera.
Algunas noches releía un capítulo y me reía a gusto ante los refranes, dichos, poemitas y aventuras narrados por sus protagonistas..
Disfruté muchas veces ante la paliza recibida por D. Quijote después de haber pinchado los odres, los manteos sufridos por el pobre Sancho, su alegría cuando le nombraron Señor de la ínsula Barataria y sobre todo por sus sabias “consejas”a los labradores y paisanos de sus dominios cuando iban a contarle sus cuitas.
Pero me estaba volviendo egoísta. No avanzaba nada en mis estudios antropológicos y linguísticos y mis editores me exigían rapidez y éxito en los trabajos elaborados.
Tenía que reflexionar: ¡D. Quijote o… mi carrera!


Pilar Viñao

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Iba a cometer mi primer pecado, o mi primer delito, no sé cómo llamarlo. Me senté y lo agarré fuerte, extendí los brazos, lo puse delante de mis ojos y lo miré como si de un cómplice se tratara. Respiré hondo, y sin más preámbulo lo abrí al azar, eso sí despacio. Repentinamente mi pituitaria se revolucionó. ¿Por qué? Era mi vista. Una exquisita merienda para niños (como rezaba el título del capítulo) se plantificó delante de mis narices. En letras mayúsculas y en color fresa se leía: “POBLADO DE SANDWICHES DE JAMÓN Y QUESO”, “BARQUITOS DE PATATA CON SALSA MAHONESA” Y “TARTA DE CHOCOLATE”. Todo ilustrado con unas fotografías de vivos colores e impreso en grueso y brillante papel cuché. En ese mismo momento me tragué involuntariamente el chicle ya insípido que estaba rumiando; empecé a babear, a morderme las uñas y a chuparme los dedos.
Mi estómago comenzó a emitir ruidos extraños. Alcé la cabeza y muchas de esas bolas relucientes se habían girado hacia mí.
Me levanté como si una catapulta me hubiera disparado de mi asiento. Chillé y les dije (abriendo el libro de par en par mostrándoselo)
—Mirad, esto sí que es un descubrimiento. Es Lenguaje, lenguaje de todos los tiempos y de todos los pueblos.

Lala Escrivá