miércoles, 23 de enero de 2008

INSTRUCCIONES PARA MATAR HORMIGAS EN GANDÍA
de Xelo Miranda

Miles de hormigas, como guerreros malditos, recorren entre adoquines las calles de Gandía. Perpetran fechorías, devoran la epopeya de esta ciudad ducal. Armados a su firme paso, con sus potentes mandíbulas, trituran en bibliotecas historias, relatos, gestas... invaden hogares y ansían hasta las almas de sus pobladores. Y comen y comen, mientras engullen los sueños escondidos en álbumes de fotografías. Son ánimas que vagan desesperadas en un océano, como olas que no descansan nunca.
Leyes, planes instrucciones... no están más que recogidos en las mentes de unos pocos supervivientes que, cada noche, se refugian en los claustros del convento de Santa Clara, en los que se oye el silencio que crece como un cáncer. Arriba, las novicias entretienen a las hormigas preparando los mejores dulces, hasta que sacian a sus ávidos estómagos y harto satisfechas regresan a la profundidad de sus hormigueros.
¿Cómo derrotar a tan ferviente negro éjercito, que bajo el negro manto de la noche desvela la vigía de los pocos que quedan?
-¿A qué temen?
- A la luna llena.
-Pues... hablemos con ella.
-Sí, pero ¿Qué nos pedirán a cambio?- Sólo se oye silencio.
Susurrando, encaramados en la roja y metálica pasarela, al final del paseo, conversan con recelo con la bella luna llena, que les dice: "En las noches venideras deberéis dejar, en las puertas de cada casa, los mechones más rubios de vuestros hijos en pozales llenos de agua; también servirán los cabellos blancos de los más ancianos, repartidlos por doquier y esas noches no abandonéis ya vuestros hogares, porque aunque yo no sea la fulgurante y redonda Artemisa, tened por seguro que mi luz las cegará, deslumbrando sobre pozales repletos de plateados cabellos”.
Y así fue. Como hojas de árbol secas fueron cayendo, confundidas por el ciclo de la luna, emitiendo desgarradores sonidos que se perdían en las noches blancas. Mientras la luna montada en lo alto del Mondúver reía y reía con su media cara. Y tanto rió que quedó empachada de nuevo, abotagada como un globo que no deja de crecer y asustada perdió el equilibrio de lo gorda que era.
-¡Rápido, a por la pólvora, hay que deshincharla!- gritaron.
Y sobre un cielo confuso, subieron destellos de colores que explotaban en su inmensa amarilla cara. Retomando su mediana forma poco a poco, aliviada, resollando más tranquila.
Así que no pidió más nada; que la dejaran tranquila; no pidió precio alguno por tan gran favor, acóstandose bien pronto esa noche, de lo cansada que estaba...
Sólo sabed que quedó escrito sobre un peldaño secreto del viejo convento. "Cada vez que la luna ría tan a gusto, deberemos llenar la noche de colores, de olor a pólvora y estruendos, para no oir su temible burlona risa y para que no nos reviente de gorda”.

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