viernes, 3 de junio de 2011


PREMIO EXALUMNOS

CARLES Y LA RANA DE MADERA

Blas Cabanilles Folgado

La oscuridad le estaba lamiendo el entendimiento desde hacía varias horas.

Despierto en la nada, Carles daba vueltas y más vueltas en la cama. Tapado con una única manta hasta el cuello, mantenía los ojos abiertos e inexpresivos. Hoy tampoco había ido a clase. Decidió encender la luz, y ésta se le metió en los ojos como agujas incandescentes, repletas de vida. No había dormido en toda la noche, ni había cenado tampoco. Desde hacía un tiempo carecía de la capacidad de sentir sueño o hambre, y no le preocupaba.

Se incorporó con un largo suspiro y encendió el portátil. Su mente estuvo ausente, absorbida por esa pequeña pantalla, durante un tiempo que nunca llegaría a calcular por falta de interés, hasta que un diminuto ruido le sacó de su estupor. Intentó volver a concentrarse en su inactividad pero el ruido volvió a sonar con más fuerza y decidió pasear por el piso de estudiantes donde vivía con sus amigos. En estos momentos se encontraba solo, así que entró sin problemas en la habitación más grande y se tumbó en la cama, pensativo, analizando sus carencias, quizá, por la comparación con el otro. Echó un vistazo y se fijó en una rana de madera. Carles se levantó, la cogió y volvió a tumbarse. Era una de esas extrañas ranas que si les frotabas la espalda con un palo, imitaban el ruido del animal. Éste comenzó a frotarla suavemente, y deseó no estar ahí, deseó huir y explotar. Al instante, reconoció el mismo ruido que le había llevado hasta allí y notó como su cuerpo empezaba a aligerarse, dejando atrás la nitidez de la realidad y noqueándolo con fuerza en una gravedad inexistente que le arrastró a desaparecer.

Cuando volvió a tener consciencia de sí mismo, estaba en medio de una multitud enorme de gente que pasaba por su lado sin chocarse. El tumulto ascendía a los cielos y gran cantidad de carteles ininteligibles se alzaban sobre él amenazantes.

Estaba en Japón. Carles amaba todo lo relacionado con los videojuegos, los cómics y la cultura japonesa, así que cuando se recuperó del shock inicial, fue corriendo a donde sus sueños le permitían. Sus manos estaban llenas, sus ojos palpitantes y la piel se le estremecía a cada nueva visión de lo imposible, no tenía tiempo de pararse a pensar, necesitaba alcanzar todo lo que hasta ahora era inalcanzable para él. Finalmente se perdió en las telarañas que su propia mente le había preparado. Y no fue hasta que la noche cayó sobre sus hombros, cuando se dio cuenta de que desconocía las horas que llevaba en ese lejano país. Cabizbajo caminó sin rumbo por unos verdes paisajes a las afueras, pensando que realmente no podía saber si había aprovechado el tiempo o no. Encontró un pequeño templo y subió hasta él. Se dirigió a un rincón y se sentó en el suelo, jadeando por el cansancio. ¿Había estado aprovechando su tiempo? Se miró la mano, y segundos después sacó la rana de madera de un bolsillo. Desearía ir a un lugar donde el tiempo no existiera. Inmediatamente sus dedos empezaron a explotar juguetones como burbujas, y pronto todo su cuerpo corrió la misma suerte en un haz de luz azulada.

El sol le cegó por completo cuando vislumbró a lo lejos un nuevo horizonte. El cielo gobernaba en el lugar con suprema maestría y los pocos árboles que tenían la osadía de vivir allí no tenían más remedio que mostrarse arrinconados en su afán por sobrevivir. Tierra y viento se mezclaban para cruzar atrevidos entre la ropa de Carles. Sin duda estaba en la sabana africana. Estaba en África, pensó. En ese momento se maravilló tanto de la vista que el mundo le ofrecía, que no reparó en la pequeña sombra que había aparecido a su espalda. Quizá allí estuviera mejor. Empezó a caminar hacia delante con paso lento, disfrutando de las sensaciones que le impregnaban al unirse en esencia con aquel lugar. Cuando de pronto algo le tocó la espalda y se giró asustado, procurando pensar que podría aparecérsele en un sitio como aquél. Unos ojos como platos le admiraban sin apartarse ni un milímetro de los suyos. Carles quedó paralizado y no reaccionó hasta que la niña no estiró su brazo, ofreciéndole una pequeña muñeca hecha de alguna especie de sucio tejido. En aquel momento oyó un ruido que le asustó todavía más y se giró para comprobar que estaban a salvo, pero cuando volvió la cabeza para buscar a la niña, esta ya no estaba. Solo la muñeca descansaba en el suelo como dormida. Carles la cogió y después de estar un rato acariciándola, pensando en la paz africana, volvió a escuchar aquel ruido amenazante. Horrorizado vio como en esta ocasión, sus temores cobraban vida en forma de león, majestuoso a pocos metros de él. Gritó y corrió en dirección contraria a la de su perseguidor, pero sabía que poco iba a conseguir con eso. El león por su parte, abrió las fauces y se dispuso a saltar encima de su exótica presa, con las garras por delante. Carles pudo esquivar el primer salto escondiéndose detrás de un arbusto, pero tropezó segundos después y empezó a tambalearse mientras avanzaba hacia delante. En esos pocos instantes, Carles pudo darse cuenta de muchas cosas, iba a morir y nunca había hecho nada importante por nadie en particular. ¿Quién lo recordaría? El león saltó de nuevo, y en el último tropiezo Carles se percató del bulto que le asomaba en el bolsillo. Cogió la rana y al sentir una de las uñas del león en su espalda, logró tocarla, dejando que su subconsciente decidiera el próximo lugar. Una explosión de luz hizo retroceder al rey cuando desapareció, y las próximas imágenes que estallaron en su cabeza le desconcertaron tanto que se mareó. En su mente resonaban carcajadas distorsionadas, infantiles.

El calor no había desaparecido pero sentía vida a su alrededor. Cuando pudo enfocar su alma al exterior se dio cuenta de que estaba rodeado de niños jugando al fútbol, arrinconados por calles estrechas llenas de historias talladas en las grietas. Nadie se sorprendió al verlo y Carles se quedó observando aquel juego infantil un rato.

¿Dónde se encontraba? Por la conversación de las gentes pudo adivinar que en Brasil. Vaya, ¿Por qué justamente Brasil? Ni siquiera se había planteado viajar allí nunca. Decidió pasear por la ciudad y no pudo más que sonreír al ver tanto niño feliz jugando en la calle. Recordó los momentos de su infancia y no le asombró descubrir que habían sido los mejores de su vida, nada que ver con los de ahora, tan desbordantes e incomprensibles. Depresivos. Se sentó en la acera a tomar el sol, pensando en el camino que había tomado su vida, y pensó que quizá ella no era el problema, sino él. Poco después oyó un llanto que le resquebrajó por dentro. Buscó con la mirada el lugar de donde podía venir aquel sonido y enseguida lo encontró, acurrucado en una esquina cerca de él. Era una niña que escondía la cara entre sus brazos para que nadie la viera triste. Se miraron un segundo y apartaron la mirada inmediatamente. Carles empezó a deslizarse poco a poco para llegar a su lado sin sobresaltarla, deteniéndose en cuanto sospechaba que la niña lo estaba vigilando, y cuando por fin llegó a su lado, se acordó de que la rana no era lo único que tenía en el bolsillo, y entonces, sacó la muñeca que se le había caído a aquella misteriosa niña africana y se la dio, provocando en aquella pequeña una gran sonrisa. Al dejar de llorar, Carles pudo ver en sus ojos la inocencia, y en ella encontró algo hermoso y digno de proteger. Sin previo aviso, y pese a que él no quería dejar ese lugar tan pronto, la rana empezó a cantar por sí sola y Carles sintió que le arrancaban el aliento, en una caída infinita por los límites de la realidad.

Aterrizó ligero como una pluma, y los pulmones se le llenaron de aire tan deprisa que no pudo evitar un suspiro al caer sobre la cama. Se incorporó rápidamente, mareándose por la enorme cantidad de información acumulada, y cuando por fin recuperó el sentido se dio cuenta de que tenía la rana de madera al lado. La cogió y se dirigió a la ventana. Allí enfrente pudo contemplar un patio de colegio enorme y rebosante de niños. Apretó los puños y no pudo evitar que se le escapara una lágrima al comprender lo estúpido que había sido, intentando evitar lo inevitable, intentando detener el tiempo. Debía aceptar que estaba creciendo, y que ahora el ya no era el niño, sino el que debía protegerlo y guiarlo en el futuro, y para eso, debía existir tal futuro. Sonrió y fue a su habitación, cogió la mochila olvidada, desconectó el portátil, y paseo feliz por las calles de Valencia hasta llegar triunfante a su destino.

Un destino que siempre había estado allí.

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