sábado, 4 de junio de 2011

PREMIO ALUMNOS CASTELLANO

HUÍDA A ÁFRICA

Gema Hernández Orquín

Nada conseguía traspasar la burbuja de espacio y tiempo en la que estaban inmersos los dos hermanos: ni el tráfico, ni el griterío de una fila de escolares que cruzaban la calle, ni la alarma de un coche aparcado frente a aquel bar.

Sentados frente a dos cafés, ambos tenían la mirada perdida, mientras uno asimilaba la noticia y el otro corroboraba su decisión en silencio.

Fernando rompió el momento — Entonces, ¿estás seguro? ¿lo has pensado bien? Sabes que si quieres puedes venir a casa un tiempo, María y los niños estarían encantados de que vivieras con nosotros, hay sitio de sobra y —Carlos interrumpió.

— Me voy Fernando, lo tengo muy pensado, necesito cambiar de aires, de trabajo, de casa, de vida. Se que parece una huída y lo es pero no puedo seguir viviendo en esa casa, dormir en nuestra cama, pasar por delante del colegio de Sara, no puedo.

Carlos, era el pequeño pero el más alto y había sido un hombre de complexión fuerte. Muy deportista, después de la tragedia había perdido mucho peso, había empequeñecido.

“Perder a tu mujer y a tu hija en un accidente de tráfico y salir completamente ileso es demasiado insoportable y más para un médico de profesión” pensó Fernando. Le entristeció pero no le sorprendió la decisión.

— ¿Has pensado dónde vas a ir?

— África.

— ¿Pero dónde exactamente? —Insistió Fernando

— A Lesotho. Mi compañera de planta Ana ha colaborado con Médicos sin Fronteras durante años. Me ha contado que el país, pese a ser fronterizo con Sudáfrica, es de los más pobres, está azotado por el VIH y la tuberculosis y los pocos médicos locales que hay se están yendo. Ya tengo el billete, me voy el lunes por la mañana.

Apuraron el café, salieron del bar y de pie, ante la puerta, se fundieron en un abrazo tan fuerte como si éste les ayudara a compartir el dolor.

— Cuida de mamá y papá, ellos ya saben lo de mi marcha y no me han puesto ninguna objeción aunque sé que están angustiados. En Lesotho no hay guerras tribales pero hay malaria, tuberculosis y sida. Os prometo que tendré mucho cuidado. Esto no es un suicidio lento, de verdad hermano, si quisiera hacerlo lo habría hecho ya.

Llámame, Carlos, no importa la diferencia horaria, quiero saber de ti.

Había oscurecido. Los hermanos tomaron rumbos opuestos.

Fernando volvió a casa, con su familia, a buscar en Internet todo lo referente al país donde volaba Carlos en unas horas. “Lesotho, espero que todo esto valga la pena, quiero recuperar aunque sea un pedazo de lo que fue mi hermano, quiero volver a jugar un partido de volley con él” rumió mientras buscaba las llaves de su coche.

Carlos, que desde el accidente no conducía, prefirió volver a casa caminando. Caminar le relajaba, observar la vida a su alrededor, una vida en la que el había formado parte hasta hacía muy poco y con la que ya no se identificaba. “Los inquilinos entran mañana, tengo que acabar de bajar las cajas al trastero”. De repente le invadió una sensación amarga, un profundo sentimiento de culpa.

Desde que preparaba su viaje a África no había pensado tanto en su mujer y su hija, ni en el accidente, ni en los desesperados minutos en los que intentó reanimarlas aquella fatídica mañana. Se sintió mal, muy mal, quizás era eso a lo que se refería su psiquiatra cuando le hablaba del proceso que debía atravesar. “Duelo y cambio de vida, de rutina”. La voz de una mujer joven que empujaba un carrito de bebé le devolvió a la tierra.

Me deja pasar, por favor.

Disculpe, pase, pase. —Contestó Carlos un poco aturdido.

La observó alejarse.

Cuando llegó a casa no pudo dejar de sentir esa desolación, estaba vacía, inhóspita, toda su vida anterior en cajas de mudanza: unas para beneficencia, otras al trastero y dos maletas junto a la puerta, las que llevaría consigo en su huída a África. “Hoy tomaré sólo un tranquimazín, mañana será un día duro y quiero estar despejado”.

La despedida, que le habían preparado los compañeros la noche anterior, había sido larga. Suponía que iba a ser un café y unos dulces en la sala de descanso pero al final acabaron en el bar de Miguelón, tomando unas copas y recordando historias de planta. Todos querían asegurarse de que Carlos estaba bien y de que sabía lo que hacía.

Medina, el médico adjunto, le había mostrado su preocupación. Iba a tener que viajar solo pero le recibirían en el aeropuerto de Moshoshoe y le llevarían a la capital, Maseru, a tan sólo veinte kilómetros. Todos se había pasado la noche dándole consejos: cómo llegar al centro de la ONG en Maseru, por quién preguntar, costumbres, protocolos de seguridad para evitar contagios.

En cuánto tomó asiento en aquel gigantesco jumbo de la South African Airlines cerró los ojos, “Me quedan doce horas de vuelo, ocho mil doscientos kilómetros, necesito descansar un poco”.

Cuando parecía que aún no llevaban ni una hora de vuelo, aunque habían pasado tres, una belleza africana de grandes ojos y piel muy negra le despertó:

— Señor, señor, disculpe ¿desea leer algo? tenemos The Guardian, The Daily Telegraph, Lesotho News.

Lesotho había sido una colonia británica y se notaba incluso los olores que había percibido nada más entrar en el avión, eran evocadoramente british, mantequilla, fish and chips, lavanda …

— ¿Toda la prensa es en inglés?

— Si, señor. ¿Desea prensa en castellano? —Contestó la joven.

—No, deme algún periódico local, me pondré al día, gracias.

Carlos no daba crédito. Noticias como “Un diamante blanco de 185 quilates ha sido encontrado en la mina Letseng“ o “El 70 % del agua potable que se consume en Sudáfrica procede de los recursos naturales de su país cofronterizo Lesotho”, compartían las páginas de los periódicos con otras como “ Se prevén grandes inversiones en el sector agrícola de Lesotho, fuertemente afectado por la sequía ” o “Thaba Tseka es uno de los distritos más afectados por el VIH/SIDA de Lesotho. Los niveles de orfandad se disparan.”. Incomprensible. Aquellas noticias tan contradictorias le infringían más dudas sobre lo que iba a encontrar. Entre pensamientos, dudas, nostalgia y miedo a lo desconocido se quedó profundamente dormido.

Un fuerte dolor de oídos le despertó, “Parece que estamos descendiendo”. El enorme Jumbo de SAA empezaba su inmersión entre una espesa masa de nubes.

Había leído mucho sobre la tierra a la que volaba y, sin poder evitarlo, había evocado unas imágenes un tanto cinematográficas sobre su primera visión de las tierras africanas pero lo que empezaba a divisar no se parecía en nada a aquello.

Ni inmensas estepas, ni animales en libertad, ni enormes baobabs, veía un paisaje rocoso de tierras oscuras, modestos edificios diseminados y algunas estribaciones de cadenas montañosas, ¿las Dragensberg de las que tanto había leído, quizás? Realmente no era su visión preconcebida de África.

Una vez en tierra y mientras esperaba sus maletas junto a la cinta transportadora, le pareció divisar entre el gentío de la recepción a un joven con una cartulina en la que parecía poner su nombre Doctor Carlos Carriedo, recogió las maletas y se dirigió hacia él.

—Hi, I´m Dr. Carriedo.

Un joven bantú, extremadamente alto y delgado cuya única vestimenta era un manta y unas sandalias, se presentó a Carlos en un perfecto inglés:

— Soy Ntsu, voy a ser su chofer /guía durante su estancia.

Subieron las maletas a un 4x4 y emprendieron camino a Maseru mientras Ntsu le contaba a Carlos sobre el orgullo de su ascendencia bosquimana, de la labor tan valiosa que estaba haciendo la ONG en su país y lo orgulloso que estaba de trabajar para MSF. Carlos le observaba al tiempo que intentaba distinguir algo entre la polvareda que levantaba aquel viejo Land Rover.

— Ntsu ¿es que no hay ninguna carretera asfaltada desde el aeropuerto hasta la capital?

— Es una hora problemática para la entrada a la capital y este camino de ganado, aunque deteriorado, es más rápido.

Ntsu dejó de hablar, paró el coche en medio de la nube de polvo y se volvió a Carlos con una mirada vidriosa y suplicante. Un pánico atroz invadió a Carlos, ¿y si la acreditación era falsa?, ¿y si aquel joven pertenecía a una mafia y lo acababan de secuestrar?,¿y si…?

— ¿Por qué paras? —preguntó.

—Doctor, discúlpeme, sé que le esperan en la Organización y que esto que voy a hacer es totalmente anormal pero debo pedirle un favor. Quiero pedirle que vea a mi niña; hace días que tiene fiebre y mucha tos, no come, no la puedo llevar a la ciudad porque pondrán a toda la familia en cuarentena y yo me quedaré sin trabajo. Por favor, Doctor, haré todo lo que me pida.

De inmediato Carlos recordó la noche anterior a su partida, Medina le había puesto sobre aviso “No te involucres en los casos, sé todo lo objetivo que puedas, no recibas obsequios a cambio o estarás vendido “. Esa, justamente, era la situación a la que Medina se refería y estaba sucediendo ya, mucho antes de lo que él esperaba.

—¿Qué hacer? Soy un médico, intento salvar vidas, cómo no involucrarme en el caso de Ntsu. Es un desconocido pero va a ser mi sombra durante estos meses —pensó.

— Está bien, tranquilízate, la veré pero no te prometo nada, si es necesario habrá que llevarla a un hospital ¿Dónde está la niña?

— En Tsuang, Doctor, la aldea donde vivo con mi familia.

Tsuang era un pueblo de pequeñas chozas a medio camino entre el aeropuerto y Maseru. Cuando llegaron, un griterío de niños los recibió, pedían algo que a Carlos le era familiar .

— Si, Doctor, piden chupa-chups, los niños de la aldea saben que trabajo con médicos españoles y ellos siempre traen esos caramelos con palo, a los niños les encanta.

Ntsu detuvo el coche delante de su choza, una de las más grandes. Llamaba la atención entre tanta pobreza una enorme antena parabólica en el techo. Se notaba que aquel joven bantú era un hombre con suerte al trabajar para la organización.

Carlos empezó a entender las súplicas de Ntsu, era realmente un privilegiado. Se dirigió al maletero del 4x4 y cogió su maletín.

Al entrar a la casa de Ntsu, percibió un olor muy peculiar, penetrante, especiado, eran unas hierbas que hervían en el fuego, probablemente para la pequeña. No le gustó lo que vio: la piel de la niña estaba llena de placas rojizas y parecía que llevaba tiempo en ese estado.

— Hola pequeña ¿Cómo te llamas?

— Nandi, me llamo Nandi

— Ayer cumplió ocho años — dijo Ntsu

— Sí, ocho —dijo la niña mostrando ocho dedos de sus pequeñas manos.

“Es justo la edad que cumpliría Sara si no...” pensó. Se incorporó y dijo a Ntsu:

— La curaremos Ntsu, te doy mi palabra.

Y mirando una pequeña pulsera de hilo de colores, que lucía en su muñeca y que tiempo atrás le había regalado su pequeña Sara, repitió:

—Te doy mi palabra Sara, hija, la curaremos.

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