sábado, 4 de junio de 2011

ACCÉSIT ALUMNOS CASTELLANO

ÁFRICA EN UN ABRAZO

María José Frasquet Todolí


Lucía entró en el centro de salud. Nerviosa, con el pequeño en brazos, se dirigió a la ventanilla de urgencias. Las palabras le salían atropelladamente, mi hijo esta mañana ha despertado devolviendo y con fiebre.

— Nombre por favor, —le cortó la auxiliar con impaciencia.

Intentó serenarse, estaba asustada, su pequeño nunca había estado enfermo. La enfermera no tardó más que un par de minutos en completar el formulario, sin embargo a ella le pareció una eternidad. Sintió ganas de llorar. Ni una palabra de aliento, ni un gesto amable, tan sólo un escueto, “ya le llamarán”. Se sentó en la sala de espera, y con sumo cuidado acomodó al niño en sus brazos mientras le susurraba tiernas palabras.

A medida que pasaba el tiempo, la angustia de la joven iba creciendo. Miró el reloj, llevaba tres cuartos de hora sentada con el cuerpo dolorido y los nervios a flor de piel. Una vez más, dirigió su mirada al mostrador. En ese momento, la enfermera hablaba animosamente con una extraña mujer vestida con una túnica multicolor y un llamativo tocado por el que asomaba el cabello recogido en trencitas. Cogida de su mano, una niña de corta edad seguía la conversación muy seria.

Con paso seguro y la cabeza bien alta, entró en la consulta sin esperar su turno. Una mezcla de curiosidad e indignación se apoderó de ella. Había llegado antes, se suponía que aquello era Urgencias y, por lo que parecía, aquella arrogante no tenía prisa alguna. “De fuera vendrán que de casa te echarán”, musitó con sarcasmo.

Al oír el nombre de su hijo salió disparada. La rabia que había ido acumulando le impidió ver a la mujer que salía en ese momento. No llegaron a tropezar. Unas manos la sujetaron con delicadeza. ¿Se encuentra bien?, oyó que le preguntaban. Abrumada levantó la cabeza. Unos enormes ojos negros la miraban. Por un momento no la reconoció. Aquel bello rostro de mirada serena, aquella dulce sonrisa, nada tenían que ver con la mujer soberbia que se había colado minutos antes. Lucía, incapaz de articular palabra, asintió con la cabeza y entró en la consulta. Ya no estaba enfadada, no acababa de comprender lo ocurrido pero algo, en su interior, le decía que ese encuentro tenía mucho que ver con su repentino cambio de humor. Por primera vez en toda la mañana, sintió que nada grave le ocurría a su pequeño.

Al salir del hospital la vio. Sentada en un banco, con los ojos cerrados, parecía disfrutar del sol. y no resistió el impulso de sentarse a su lado. Como si le hubiera estado esperando, lentamente abrió los ojos y le sonrió “me alegro de que los dos estéis bien, tú y tu hijo”. Acto seguido, como lo más natural del mundo y en un español bastante correcto, se presentó: —yo soy Salamatu y ella — señaló a la niña que jugaba con una muñeca— es Naima.

Hechas las presentaciones, se pusieron a hablar con la familiaridad de dos buenas amigas. Salamatu reía ante la insaciable curiosidad de Lucía que no paraba de hacerle preguntas sobre su vida, su país. Ella misma reconoció que necesitaba hablar con alguien sobre los suyos, de su existencia en aquella remota tierra. Sin darse cuenta, las palabras iban saliendo por sí mismas, sin esfuerzo alguno.

Al igual que los chamanes de su tribu, Salamatu empezó a relatar su historia como si de una hermosa melodía se tratara. Pertenecía a una tribu llamada peul cuyo campamento se encontraba al sur de Níger, en un lugar llamado Kougga Zhadyilinam. Su marido tenía otras dos mujeres, aunque, sonrió con timidez, hubiera preferido ser la única.

Sus hermosos ojos se iluminaron al mencionar a sus otros cuatro hijos, tres varones y una niña. ¡Cuánto los echaba de menos! Ella era feliz en su tierra, con su pobreza. Nunca le importó el duro trabajo ni las precarias condiciones en que vivían. Era dichosa, sin más, en plena armonía con la naturaleza. Salamatu guardó silencio.

Toc, toc, toc, el golpear del palo sobre el mortero de mijo, resonaba en su corazón. Sintió que estaba en su hogar, en una de aquellas noches de África, bajo una increíble bóveda de millones, brillantes y cercanas estrellas. Se vio, de pronto, sacando agua del pozo, arremangada su túnica, mientras las niñas reían y bailaban, un suave carraspeo le devolvió a la realidad. Con una triste sonrisa tranquilizó a Lucía que le miraba con preocupación, no te preocupes, estoy bien. Es que fue muy duro dejar mi país, despedirme de mi familia sin la certeza de volver a verles pero lo peor fue no poderme traer a los otros niños.

Ambas guardaron silencio. Seguían sentadas, sin mirarse.

El tintineo de sus trencitas, alborotadas por una suave brisa, devolvió a Salamatu su natural alegría y llena de optimismo reanudó su historia: habían transcurrido dos años desde aquel día en que su vida cambió por completo con la llegada al campamento de una expedición. Eran tres hombres y dos mujeres dispuestos a estudiar los efectos de la globalización entre algunos de los pueblos “menos contaminados”.

Desde un principio, se quedaron cautivados por la amabilidad de aquella gente que con tanta generosidad les permitían entrar en sus hogares y en sus corazones. Lamentablemente, pronto descubrieron las numerosas enfermedades infecciosas que asolaban sin piedad a los habitantes de aquel árido lugar. Sintiéndose en deuda, trataron de aliviar el dolor de aquel pueblo que con tanto cariño les había acogido, sin poder evitar un amargo sentimiento de impotencia ante esa cruel realidad. A pesar de sus esfuerzos, muchos acabarían muriendo. Sin embargo, aquella gente admirable aceptaba la muerte con naturalidad. Sólo era un paso para poder disfrutar de una nueva vida en la que renacían con más fuerza y vigor.

Salamatu creía en ese paraíso del que tantas veces había oído hablar a sus mayores, pero su pequeña aún tenía mucho que ofrecer en esta vida. Se negaba a quedarse de brazos cruzados mientras su pequeña se apagaba poco a poco.

Fue en uno de aquellos encuentros con la psicóloga española, mientras conversaban sobre el papel de la mujer en la tribu, su sexualidad, los hijos, cuando Salamatu se armó de valor y le pidió ayuda. Estaba dispuesta a todo por salvar a su hija.

Unas semanas más tarde, Salamatu y Naima viajaban, junto a la expedición, rumbo a España. La esperanza de ver a su hija curada aliviaba la congoja que sentía por todo lo que acababa dejar atrás.

Lucía sobrecogida, no osaba abrir la boca. Ahora empezaba a comprender el aire de superioridad. Su aparente altivez era algo innato en aquella mujer luchadora y valiente.

Orgullosa por la herencia que había recibido de sus antepasados, por aquellos valores que se habían transmitidos intactos desde tiempos inmemoriales, sólo pretendía honrar a su raza. Allí, sola, en un país desconocido, había descubierto las nuevas enfermedades de la civilización: depresión, estrés, prisa, insomnio.

Sin darse cuenta, el tiempo había pasado volando. Lucía hubiera querido seguir recorriendo aquel hermoso continente de la mano de su amiga. Sí, su amiga.

Se sentía avergonzada por juzgarla tan injustamente. Salamatu, de pie, le sonreía:

—Hay tantas cosas que nos dejamos por el camino, — le dijo acariciando la cabecita de Carlos que dormía plácidamente —No dejes que las prisas, los problemas, te impidan disfrutar de un bello atardecer.

Llamó a su hija dispuesta a irse, pero Lucía le cogió la mano, ¿nos vemos mañana?, casi le imploró. Por primera vez empezaba a cuestionarse su vida.

Salamatu le había abierto una puerta invitándole a entrar, insegura, intuía que una vez la franqueara ya nada sería igual. Mientras le oía hablar de sus costumbres, sus ritos, las continuas luchas ante las adversidades, cómo engañaban al hambre con bailes y fiestas, sentía que había pasado por la vida de puntillas, apenas sin vivirla.

En aquel apasionante viaje por África había disfrutado de la libertad, sentido emociones y sensaciones hasta ahora desconocidas. La dulce voz de Salamatu interrumpió sus pensamientos, si quieres nos vemos mañana. Todos los días vengo a la misma hora. Naíma lleva un control muy estricto.

Lucía se levantó pero no se decidía a marcharse, ¿cómo lo haces?, ¿nunca dejas de sonreír? Salamatu, riendo abiertamente, le contestó, —mi abuela siempre decía que muchas personas se pasan la vida buscando la felicidad, como si de un tesoro se tratara, y en su afán por encontrarla, mueren sin haber vivido, sin comprender que ésta se encuentra en nosotros mismos. Sólo dando, dándonos a nosotros mismos, conseguimos ser felices.

Un hombre que paseaba con su perro se quedó extrañado contemplando aquellas dos mujeres tan distintas. Lucía, riendo, gritó, ¡llevaba tanto tiempo sin poder abrazar a mi hermana!

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