lunes, 20 de diciembre de 2010

LA PEONZA


Tardé más de un año en conseguir una peonza de las que silbaba. Convencí a mi abuela para que me la comprara en la Feria. Ella quería regalarme unos guantes para el invierno pero dos lágrimas oportunas y unos morritos enfadados la hicieron cambiar de parecer.

Sembré la peonza con mil besos cuando la tuve en mis manos, la pinté en la parte alta con círculos negros y rojos que parecía una diana y le clavé en los laterales unas chinchetas brillantes que, cuando giraba, semejaba una franja de cálido sol.

Pronto aprendí a manejarla con habilidad y, siento decirlo, era la envidia de algunos niños del barrio. La llevaba en el bolsillo o en la cartera del colegio casi todo el tiempo y cualquier ocasión era buena para hacerla bailar en aquellas calles de tierra.

Llegó un buen día mi padre con una bicicleta destartalada que le había dado un amigo suyo, muy mayor, que ya no podía usarla. Y era para mí, me dijo.

Comencé a montar con entusiasmo y la velocidad entró en mi sangre y me poseyó. Formábamos un trío formidable: la peonza, la bici y yo. ¿Carreras con los demás? Bicicleta. ¿Desafíos de peonza? Yo el primero.

El domingo fuimos de excursión por caminos entre bancales, cerca del río. No pude esquivar una piedra grande, me caí de la bicicleta, me rompí la pernera del pantalón por la rodilla y cuando volví a casa me di cuenta de que la peonza había desaparecido. Seguramente cayó por la ladera del río llena de matorrales. Nunca la encontré.

Desde ese día, los domingos no monto en bicicleta.

José Climent

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