lunes, 20 de diciembre de 2010

MIEDO A LA PÉRDIDA

Recuerdo con nostalgia aquellos meses que pasamos todos juntos en la playa. ¡Cómo nos divertíamos! En aquel entonces aun no éramos conscientes del paso del tiempo. ¡Qué de cosas se podían hacer en un solo día!
Ese verano transcurría como todos los vividos en mis ocho años, feliz. En mi inocencia no era consciente de lo afortunada que era. Simplemente, la vida era así, sin más. Probablemente, el que un incidente sin importancia, dejara una profunda huella en mí, se debiera a esa ignorancia de todo aquello ajeno a mi mundo tranquilo y previsible.
El día en que nuestros padres decidieron salir, lo hicimos más tarde de la hora prevista. Como casi siempre. Era toda una odisea ponerse en marcha con diez niños pequeños, si se quería guardar un mínimo de orden y no armar demasiado jaleo. Ya empezaba a oscurecer cuando, por fin, y en fila india, nos pusimos en camino. Nos habían asegurado, que tras un agradable paseo, visitaríamos a Carmen y Vicente, que estaban deseando vernos. Pronto, el agradable paseo se convirtió para mí, en una larga y tediosa caminata. Tenía que idear algo para hacer el camino más llevadero. No me fue difícil adentrarme en una de esas historias que tanto me gustaba leer, donde la protagonista era una heroína intrépida y valiente. Como iba contando los barrotes de una verja de hierro, decidí que sería una espía presa, luchando por escapar de mi prisión. No fue hasta el último barrote, cuando me di cuenta de la realidad.
Era de noche y estaba sola. Ni rastro de mi familia. Mi primera sensación fue de perplejidad. ¿Cómo no se habían dado cuenta de mi ausencia? En ningún momento me sentí culpable por mi despiste. La obligación de mis padres era cuidar de mí. No estaba asustada, mas bien, enfadada.
Caminaba sin rumbo cuando tropecé con una escalera. Subí corriendo, con la confianza de que al fin los había encontrado. Cuando llegue al último peldaño, sólo vi la playa. Seguí subiendo y bajando aquellos escalones, una y otra vez. No me cansaba, ya no estaba enfadada. Mientras seguía como una posesa, escalera arriba, escalera abajo, algo me iba oprimiendo el pecho y empecé a llorar desconsoladamente; era un dolor inmenso, desconocido. Mi cabeza iba a la misma velocidad que mis pies; no entendía nada. Era imposible que mis padres no estuvieran allí. No podía imaginar que ninguno de mis hermanos viniera en mi ayuda. Sin saberlo, esa impenetrable coraza que con tanto amor y empeño habían construido mis padres en el mismo instante en que nací, acababa de romperse.
Fue más tarde, con cada decepción, con cada desengaño, con cada desamor vivido, cuando le pude poner nombre a aquel extraño sentimiento que tanto dolor me causó: miedo a la pérdida.

Mª José Frasquet Todolí

No hay comentarios:

Publicar un comentario