viernes, 16 de mayo de 2008

SULTÁN


La caja en que venía estuvo a punto de hundirse en la acequia por la que entraba el agua a los campos. Pep se acercó y lo encontró allí dentro temblando y medio hundido, sus otros dos hermanos no habían tenido tanta suerte, estaban muertos ya. Él, que era el típico hombre de campo tosco pero de buenos sentimientos, lo agarró por el cuello y lo alzó a la altura de sus ojos… sonrió, le causó curiosidad y gracia la determinación y el empeño que había puesto el pequeño cachorrillo por sobrevivir. Lo puso en el bolsillo de su blusón donde sintió como el animal poco a poco dejaba de temblar a medida que entraba en calor y siguió regando.
Por la tarde, calculando que los últimos rayos de sol le alcanzaran hasta llegara a casa, regresó con la tartana hacia el Palmar. Como cada día, llegó a casa y se sentó frente a la mesa. Su mujer que andaba atareada en la cocina terminando la cena, ni siquiera se percató de la llegada de su marido.
- ¡Hola Nievetes, ya estoy en casa!
- Hola cariño, ya te llevo un vasito de vino.
- ¡No Nieves! No me traigas vino… tráeme un vaso de leche.
Su mujer inmediatamente se asomó muy extrañada:
- Che Pepet! ¿Qué te pasa, estás enfermo?
Él sonrió, echó mano el blusón y sacó un perrito dormido, muy débil ya, y negro como el carbón.
- Ay Pepet! ¿De donde has sacado ese pobre bicho?
Su mujer conmovida por la historia que le relató su marido no pudo más que acogerlo entre sus manos y a darle de comer. Mojaba la puntita de un paño en la leche y lo alimentó.
Ni imaginaban el vínculo tan fuerte que se establecería entre el animal y ellos, y mucho menos, que años más tarde sería ese mismo cachorrillo temblón el que devolvería a Pep el favor, rescatándolo de una muerte segura.
Sandra Esplugues

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