martes, 9 de febrero de 2010

ÁNGELA

“Ángela llamó al timbre. La muchacha, de apenas dieciséis años, estaba un poco nerviosa pues era la primera vez que hacía una cosa así y tenía miedo de que hubiera ido a topar con un pervertido de esos que se hacen pasar por artistas o fotógrafos. ¡Había escuchado tantas historias! Pero necesitaba el dinero y llamó de nuevo.
De pronto, la puerta se abrió con brusquedad y apareció un anciano enclenque y arrugado. Parecía sacado de una película de terror. El hombre no dijo nada, y se limitó a mirar fijamente a la chica. La muchacha tragó saliva y preguntó por el anuncio, señalando el periódico. El anciano, asintiendo con la cabeza, la hizo pasar con un gesto. Ángela vaciló por unos instantes, pero acabó entrando. No podía elegir. Necesitaba el dinero”.

(Fragmento del relato “El tablero de ajedrez” de Namaste)

CONTINUACIONES
I

La estancia a la que le hizo pasar estaba en penumbra. Sólo había visto algo así en las películas de época, concretamente de la Edad Media. En el centro había un brasero de carboncillo y junto a la ventana dos mecedoras. La hizo sentar en una de ellas. Empezó a explicar el motivo del anuncio. En su día había sido una persona muy importante. Hacía tiempo había renunciado a muchas cosas. Ahora quería saber sobre la vida de los jóvenes. Que pensaban ellos de las personas que como él tenían pensamientos pasados de moda, según se decía ahora, en estos tiempos.
Ángela le estaba mirando más detenidamente, su carácter no le era desconocido, pero no acertaba a situar su figura. Había algo en él que le era muy familiar.
Continuó explicando que en la ciudad se estaban organizando unos festejos, según había llegado a sus oídos. Sin embargo, observó que en la estancia a parte del brasero y las dos mecedoras sólo había un pequeño aparador. No había ninguna radio y por descontado ninguna televisión. ¿Cómo le llegaban a él las noticias de la calle?. Le comentó que estaba a su servicio y se encargaba de la casa y de sus atenciones una mujer ya mayor que estaba sorda. La pobre, apenas podía explicarle algo.
Continuó con la explicación de su anuncio. Deseaba que la persona que tenía que contratar fuera joven. Que estuviera al día de lo que pasaba en la ciudad con los jóvenes. Que pensaban, que diversiones practicaban, que estudiaban, como acogían los actos que se celebraban o tenían que celebrarse este año. Su deseo era estar informado al máximo de todo lo que ocurría en cada momento al respecto sobre la juventud.
Se fijó Ángela en la delgadez de su interlocutor, en su aspecto. Representaba más edad de la que en realidad debía tener. Su manera de hablar pausadamente hizo que se confiara algo más. A cada momento que pasaba estaba más interesada en el tema que le estaba proponiendo. Se entablo una conversación fluida entre ambos. El viejo preguntaba, insistía en las preguntas. Solicitaba siempre una información detallada del tema. Ella con el tiempo estaba tranquilizándose y se entusiasmaba en la conversación, en las repuestas que daba, estaba tranquila y confiada del todo ya.
El viejo, por así decirlo, le estaba comentado que en su juventud no existían esos aparatos que veía circular por las calles. No existían esos ruidos ensordecedores que casi le volvían loco. La diversión y los estudios de los jóvenes de su época era bien distinta, la cetrería, la danza, la equitación. Tan distinta que no tenía comparación con lo que Ángela le estaba explicando de la juventud de estos tiempos, la discoteca, los conciertos de los cantantes famosos, las reuniones para tomar copas…
Fijó de nuevo su mirada en su interlocutor. Ángela en ese momento creyó empezar a reconocer al personaje, al viejo enclenque, a su interlocutor. No estaba del todo segura y le preguntó como se llamaba. Ella se había presentado y le había dicho su nombre. Pero él no se había presentado. No le había dicho el suyo. En ese momento acabó por reconocerlo y antes de que él le contestara y le dijera su nombre. Ángela, de la emoción casi no podía respirar, quería decir el nombre, pero no podía, hasta que con un gran esfuerzo, expulsando el aire contenido en sus pulmones provocó un grito. Un grito estremecedor que le salió del fondo de su ser. En toda la estancia el eco repitió un nombre. Francisco de Borja.

Alfonso Garrigós

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II

Hipólito le pidió que se desnudara y posara para él y sus dos alumnos, que parecían tener más vergüenza que ella. Entro en un baño, se quito la ropa, y se acerco a la tarima para que la pintaran, pero los alumnos habían desaparecido, solo estaba el anciano, y pincel en mano la miro de arriba abajo y decidió no pintarla.
-¡Vístase!
-¿Qué pasa? ¿Por qué no me quiere pintar?
-Está demasiado delgada.
Se vistió e intento cobrar los minutos que estuvo allí.
-¿Cobrar? Claro que vas a cobrar –las arrugadas manos apretaron con fuerza el brazo de Ángela y se la llevo al sótano de la casa donde escondía a dos muchachas mas.
-¿Por qué estáis aquí?
-Nos tiene retenidas desde ayer y lo único que quiere es que suframos como sufrieron sus hijas, las tres murieron por anorexia.
No se lo podía creer y cuando pudo reaccionar empezó a pedir socorro, pero no la podían escuchar. El sótano, frio y totalmente vacío, estaba recubierto de un amianto para que el sonido no pudiera salir de allí.
A las pocas horas, con las chicas derrumbadas y agotadas de tanto llorar, se abrió un pequeño portillo que daba a la calle. Eran sus salvadores. Los dos alumnos del anciano rescataron aquellas jóvenes, acudieron a la policía y denunciaron a Hipólito que acabó suicidándose en el calabozo poco antes de ser juzgado. Él solo quería que aquellas chicas valoraran la vida como sus hijas no lo pudieron hacer.

Iván F. Chova

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III
El viejo cerró la puerta tras ella y pasó el cerrojo. El chirrido puso los pelos de punta a la muchacha: “¿Dónde me he metido, Dios mío? ¡A ver si me sale ahora un pervertido!” Pero le siguió guardando una distancia de un par de pasos.
El arrugado personajillo, caminando con lentitud y arrastrando los pies, giraba ligeramente la cabeza de vez en cuando y sonreía mostrando su único diente entre los labios. Ángela apretaba el bolso con su mano y pensaba que si las cosas se ponían mal, de un golpe seco en la cabeza podía acabar con el anciano.
Llegaron a la cocina. Sin hablar ni una palabra, el hombre le mostró, con un gesto de sus manos huesudas, los cachivaches esparcidos sin ningún orden por cualquier parte. Y dijo con voz cascada, llena de telarañas:”Por si necesitas tomar algo”.
La guió por el pasillo, oscuro y algo mohoso, hasta la puerta del fondo. Abrió lentamente y volvió a mostrar su solitario diente. La habitación estaba echa un asco: la cama revuelta, ropa por el suelo, zapatos perdidos encima de la mesita, una navaja al lado del despertador... La muchacha estaba a punto de echar a correr cuando él habló:
-Allí tenemos- dijo apuntando a una esquina-, el ordenador que quiero que me enseñes a manejar.

José Climent

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IV
El aspecto de la vivienda iba acorde con el de quien le abrió la puerta.
El suelo crujía a cada paso que se daba sobre el ajado entarimado. Los muebles eran decimonónicos y la claridad, escasa, debido a la colgadura de unos pesados cortinajes en las ventanas.
Ángela seguía al anciano mirando de reojo a sus laterales. Se temía que le saliera al encuentro algún otro habitante de la vivienda. Pero, no.
Por fin, llegaron a una puerta que daba acceso a una gran terraza, en parte cubierta por una pérgola y llena de maceteros con infinidad de plantas. Los tomillos, sándalos, lavandas, entre otros, estaban exuberantes.
El anciano se las señaló y le dijo:
−¿Las ve? Ellas son mi sustento. Produzco la base, o sea, la materia prima de la mayoría de los perfumes que se venden en las perfumerías. Debo ausentarme, sin remedio, por un mes y de ahí, mi anuncio, donde reclamaba: “persona joven, con sensibilidad, paciencia, ganas de contemplar la vida y sin prisas”. Es lo que necesitan mis plantas.
Ángela dio un profundo respiro al tiempo que aspiraba el agradable aroma que se extendía por toda la terraza.
−Por supuesto, que puede contar conmigo para cuidar su “vergel”, dijo Ángela.
−Bien, espero que no me defraude.
María Luisa Munuera
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V

Siguió al anciano por el largo pasillo, era una casa sombría y olía a humedad. Ya en el salón el anciano se dirigió a Ángela y le dijo:
-Mire señorita, no me andaré con rodeos. Necesito que alguien me ayude a ordenar todo esto, ¿le interesa el trabajo?
-Sí por supuesto, ¿Cuándo empiezo?
-Mañana mismo. Su horario será de 10 a 1 por las mañanas.
-De acuerdo. Hasta mañana
Antes de salir de la estancia observó de soslayo lo que sería su lugar de trabajo.
La mesa estaba completamente tapizada de papeles, folios amontonados, ceniceros llenos y en una esquina, la vieja máquina de escribir “Underwood” de teclas redondas. Respiró tranquila, a simple vista juraría que era escritor.
Al día siguiente, Ángela con el ímpetu que la caracterizaba empezó a colocar papeles aquí y allí según su criterio. Se fijó de pronto en un montoncito de folios que estaban colocados al lado de la máquina de escribir y vio que iban numerados. Sin darse cuenta empezó a leer. Se entusiasmó tanto que no pudo dejarlo; ¿sería acaso la biografía de aquel hombrecillo enigmático? Tenía que continuar.
Pasaron las horas y Ángela tenía el último folio en sus manos. De súbito una extraña sensación le recorrió el cuerpo, algo así como un leve mareo y notó un calor intenso en su cara. Le temblaron las manos, Autor, decía el texto Frank McCourt
Había leído un par de veces su obra “Las cenizas de Ángela” y le entusiasmó. Qué capacidad de relatar su angustiosa infancia, pero no desde el odio; como si la historia la hubiese escrito desde el corazón de un niño de solo 8 años, limpio de rencores.
Y ahora estaba trabajando en su casa.
Ángela se desvaneció.
Margarita Pérez
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VI
Nada más traspasar la puerta, siguieron un angosto pasillo, que daba a una sala repleta de libros perfectamente colocados en estanterías. Sintió escalofríos. El anciano le indicaba el camino con pasitos cortos y firmes.
Se fijó en una mesa de despacho, exenta de papeles, totalmente limpia y ordenada y esperó a que el anciano se pronunciara. El, a media voz le preguntó.
−¿estás de acuerdo con las condiciones?
−Sí, siempre que se cumplan las partes.
Empecemos pues, coge de la tercera estantería un libro que se titula “El secreto”. Luego siéntate de espaldas a mí y lee despacio y claro.
Ángela pensó que no se había equivocado, se trataba de un pervertido, sin embargo su necesidad pudo más que sus temores, se aventuró a seguirle el juego. Apartó una hoja de papel de una silla y se sentó como le había pedido.
−Porqué de espaldas--preguntó
−Haz lo que te digo y cobraras esta tarde, le dijo.
Aún desconfiada y temblorosa, pensando en que en cualquier momento se le echaría encima leyó durante tres largas horas.
Ya más serena aunque cansada dio por terminada la jornada. Sé puso de pié y volvió a mirar al anciano. Él con amabilidad, le dio el dinero acordado y la piropeó
−Tienes una voz preciosa, ¿sabes?, tú y yo haremos negocios. Tengo muchos libros, dijo señalando las estanterías con picardía guiñándole un ojo.
Una vez en la calle apretó su primer salario contra el bolsillo y se sintió útil aunque mal consigo misma de haber sido tan mal pensada. A fin de cuentas, no era ningún pervertido tan solo un ciego que quería que le prestara sus ojos.
Mary Carmen Silvera Redondo

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